Retroceder en el tiempo pasado, quieres
extraer de la memoria recuerdos, palabras, olores, miradas, sonrisas…
Todo ese mundo que se quedó guardado y permanece
vivo a pesar del transcurso de los años.
Es el diario que quedó cerrado en el cerebro
y que al abrirlo nos sorprende su lectura.
Olvidamos el día de ayer… el desayuno
de hoy. Nos paramos a pensar sin acertar si es doce, trece, o qué día es de la
semana, pero aquello que pasó hace muchos años permanece claro en el recuerdo;
con los mismos colores, el mismo perfume, las mismas miradas, los mismos gestos,
los mismos sueños, y las mismas aventuras.
Así ha llegado a mi memoria, aquella
pluma de nácar que un día me regalaron. Me la pusieron en la mano dentro de un
sobre blanco. Con letra muy clara y perfecta mi dirección, dentro una nota que
decía:
«Con esta pluma escribirás muchas cosas
bonitas para mí».
Hoy con la misma rapidez de un flash mi
mente fotografía aquella tarde, aquel vestido que llevaba puesto, aquel bolso,
aquellos zapatos, y aquel pelo recogido con un lazo, y por supuesto, aquella
emoción.
Él llegaba de unas vacaciones con su familia;
vestía pantalón claro, camisa azul, el pelo negro un tanto revuelto. ¡Dios mío! ¿Cómo puede ser que lo tenga tan claro en mi
memoria?
Y lo más chusco es que no me acuerde de
lo que hoy he comido. Escarbo en la mente para encontrar respuesta a mi duda.
¿Qué pasó de aquella pluma que tanto
acaricié, que tantas letras dibujé en mis cuadernos?
La duda me hace daño. La debía de tener
en la entrañable caja de mis mejores recuerdos, pero no, no está.
Aquella pluma de nácar la tuve siempre sobre
la cómoda, aquella que tenía un espejo grande con marco dorado –un poco rococó‒
en él quedaría la imagen despeinada y somnolienta que tenemos al salir de la
cama.
Las paredes estaban pintadas de color rosa
y el piso con baldosas blancas y rosa. ¡Parece que estoy tocando con mis pies
aquel fresco pavimento!
Allí mi pluma de nácar pasaba horas en
mi mano escribiendo cartas para él, y mil historias, que después guardaba o
destruía.
A la izquierda de esa cómoda una gran
ventana con cortinas de encaje blanco. La reja donde los pajarillos se posaban
cantando por la mañana y dejaban su marca…
Sobre la cama, colgada en la pared, una
hornacina de madera con un niño que tenía un corderito en los brazos y otro a
sus pies. Siempre me dijeron que era: «El Buen Pastor».
Añoro aquel lugar, el agua del arroyo,
el ladrido del perro, el sonar de las campanas, el rodar del carruaje, el canto
de la chicharra, el paso lento y silencioso del pastor con las ovejas, el relinchar
de las mulas, el cacarear de las gallinas o el canto del gallo pavoneándose en
su territorio sin saber, que su cresta solo la luciría durante un año.
¡Era tan hermoso su canto de madrugada,
como lo es, un nuevo amanecer!
Mi pluma de nácar escribió muchas de
estas «rurales escenas», era como el gallo, alegraba mi imaginación y fantasía.
Un día sin saber por qué mi pluma me la
encontré perezosa (yo no era muy experta en su funcionamiento) pero me puse a
registrarla y vi que a su corazón no le llegaba la sangre.
No tuve más remedio que decidirme a
realizar una transfusión.
Era una señora pluma, pues además de
ser de nácar también era de sangre azul, así lo ponía el tintero que le
trasfundía.
Coloqué todas las piezas en su cuerpo, la
limpié bien y empecé de nuevo a escribir.
Vi con emoción que no salió mal la cirugía.
Vivimos en aquel pueblo y en aquella casa
juntas durante años, ella era la compañera de mis secretos, a ella se lo
contaba todo y como fiel testigo de mis andanzas, lo plasmaba todo en mi cuaderno.
A ratos, la dejaba descansar, me salía a
la calle para bañarme de aquel aire fresco y puro que corría como los niños que
estaban jugando.
Eran juegos rápidos: la rayuela, las
canicas, las chapas, la esquinita, la comba o al corro, cantando como
golondrinas.
Mezclaban juegos y risas, pan con
chocolate, pan con aceite, pan con queso, algunos… pan con tierra pues se les
caía al suelo y con un soplido lo limpiaban para no perder el juego.
Fue largo y hermoso el recorrido de mi
pluma de nácar.
Ella fue mi fiel compañera. Mi
confesionario. Mi libro inédito..., ese que quedó ahogado en su sangre azul
Llegó un día que las dos tuvimos que cambiar
de sendero, a ella la vi con el pico abierto como un pajarillo agonizando, yo, me
cruzaba a la otra orilla.
Cerré la gran ventana, la puerta de cristal
y todo quedó en la habitación rosa.
Hoy estoy dando la vuelta a la vida por
el camino de mi memoria y lenta (como mi pluma cuando le faltaba la sangre) llego
a ese lugar para encontrarme con la injusta transformación del tiempo.
Algo… como un soplo al oído, me dice:
¡Olvida!
Tu pluma de nácar voló como
vuela la pluma de un ave. Todo lo demás quedó fundido entre
aquellos papeles que tu destruías.
¡Cruza la puerta!
Deja en el suelo los cristales
rotos y la tinta derramada.
Llévate el olor de tu juventud.
© Mariana Romero-Nieva
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