Homenaje a Carmen
Silva
Con todo cariño
Érase una niña nacida en
Madrid, que dedicó su vida al teatro y a la literatura. Se propuso triunfar y
lo consiguió. Muchos años después, allí estaba, en el mismo corazón de su
despacho, que latía en el asiento de la desvencijada silla giratoria que de
tanto usarse casi besaba el suelo. Con mucho cuidado consiguió elevarla a su
altura, y con un taco de madera a modo de cuña consiguió que se mantuviera en
su lugar.
Un libro pequeño y
encuadernado con tapas de un azul añil le hacía señas desde una esquina de la
mesa. No pudo resistirse. Lo tomó entre sus manos y con un crujir de hojas posó
sus ojos en aquella página en la que estaba escrito:
Una mañana más
y tus ojos tan lejos
de los míos.
Una mañana más
imaginando miradas,
midiendo pasos,
esperando sonidos,
dando cuerda a la fe
de una verdad
inexistente.
Con un solo nombre en
el cerebro.
Una mañana más sin
objetivos,
con la obligación de
respirar, de comer, de olvidarte.
No quiero más mañanas
vacías
rodeadas de palabras
inútiles.
Sin embargo, así son
treinta mañanas en un mes.
Trescientas en un año.
Cerró los ojos y sin darse cuenta comenzó a
encender y apagar con ritmo la lámpara de mesa. Era un gran invento, pensó,
aunque soso, sin gracia. Ella de niña se levantaba de noche y para no tropezar
tomaba un recipiente circular con asa, que tenía dos ranuras, grasa y una
mecha. Su querido candil.
Con su camisón blanco y la luz pegada a la
cara despertaba a su hermana que lanzaba gritos de terror. Soplaba con rapidez
para apagar la mecha y corría a meterse en su cama, y allí se quedaba con los
ojos muy cerrados como si fuera un angelito disfrutando de dulces sueños, a la
espera de que sus padres vinieran a consolar a esa otra hija que, sin motivo
aparente, tenía tales pesadillas, de un tiempo a esta parte.
Sonrió con los recuerdos y aquella mañana no
la sintió vacía.
© Marieta Alonso Más
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