La mañana parecía llorar. Su
madre murió un día así, nublado, triste, era lo que decía la carta. Llevaba
años sin verla. Sintió que le había fallado. Ni siquiera había podido abrazarla
en sus últimos momentos, en cambio, su madre nunca le falló.
‒¡Mamá! ‒Gritaba cuando
llegaba del colegio.
‒Mamá está aquí ‒y salía de
la cocina secándose las manos en su florido delantal.
Él, entonces, se refugiaba
entre sus brazos. Nunca le gustaron los besos, lo que le hacía sentir vivo eran
los achuchones: los de su madre, los de su mujer, los de su hijo. La vida les
separó. Ahora sí, que no tenía a nadie en el mundo. Primero perdió a su mujer y
a su hijo en aquel estúpido accidente, y por consejo de su propia madre, hizo
el macuto y marchó lejos, para encontrarse a sí mismo, para buscar la paz en su
quebranto.
‒No vuelvas hasta que aparezca
de nuevo la alegría de vivir ‒y deshizo el abrazo empujándole a marchar.
Por muchos países anduvo
hasta que, por fin, llegó a la cima más alta de Cerdeña. Y se hizo pastor. Nunca
le agradó el bullicio, ni las ciudades grandes ni pequeñas, gustaba de la
soledad, y encontró en su largo deambular esa montaña que tenía vida propia con
sus cuevas, sus hilos gruesos de agua, su riqueza. En sus picos habitaba el
águila. Y cuando la nieve cubría sus laderas, sus cumbres parecían plata.
Gozaba del silencio solo
interrumpido por los cencerros y las encinas como única compañía. Había
encontrado la paz deseada en ese lugar fascinante y salvaje, a pesar de la
dificultad y la hermosura de sus senderos, y las rocas juguetonas que pinchaban
la planta de los pies.
Lo más hermoso era la llegada
de la primavera con su explosión de colores: el rojo de las amapolas, el
amarillo de las retamas, el granito de las montañas blanca o rosa según el sol
que las iluminara y la erosión del viento que le hacía sentir tan vulnerable.
Miró a su alrededor, y en
medio de esa soledad apareció una de sus ovejas que se acercó despacio, puso la
cabeza en su hombro y en un descuido se comió la carta. Fue su manera de hacerle ver que la vida continúa.
© Marieta Alonso Más
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