jueves, 7 de mayo de 2020

Juan Ángel Juristo: La gran crónica periodística de la epidemia

  • 'El año de la peste', que Daniel Defoe publicó en 1722, es de los mejores libros en la historia de la literatura occidental en cuanto a crónicas de epidemias
  • Conviene leer a quienes vivieron las mismas situaciones en distintos lugares y épocas: otras voces, los mismos ámbitos

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Pocos libros han alcanzado la categoría de ser catalogados como de los mejores en la historia de la literatura occidental en cuanto a crónicas de epidemias como El año de la peste, novela que Daniel Defoe publicó en 1722, tanto que bien puede decirse que en este punto rebasó ampliamente lo dicho por Samuel Pepys en sus Diarios sobre la peste que asoló Londres en 1655 y que es la materia en que se basó Defoe para su narración aunque lo hiciera con materiales de segunda mano, ya que el autor tenía cinco años cuando la epidemia y parece ser que el material en que se basó los copió de los diarios de su tío, Henry Defoe.
La lectura de este libro sobrecoge hoy día ya que Defoe, amén de poseer una prosa limpia, persuasiva y plena de recursos literarios, emplea una mirada tan distante sobre el suceso, que hoy día nos resulta inquietantemente moderna. A Journal of the Plague Year, que así se titula en su original inglés bien puede ser leída como un documento excepcional pero también como un documental preciso sobre el asunto, cosa que pasma si pensamos que el periodismo era en aquellos años incipiente y había que esperar casi un siglo más para que el oficio se pareciese al que hemos conocido hasta ahora en que parece que las nuevas teconologías están, de nuevo, cambiando la manera de informar al lector sobre lo que ocurre en el mundo en que habita.

Defoe emplea un estilo tan limpio, poco afectado y tan cargado de efectividad que aún hoy nos sorprende: “Fue en los comienzos de septiembre de 1664 cuando, mezclado entre los demás vecinos, escuché durante una charla habitual que la peste había vuelto a Holanda; pues había sido muy violenta allí, particularmente en Amsterdam y Rotterdam, en el año 1663, sitio al que había sido llevada, según unos desde Italia, según otros desde el Levante, entre algunos generos traídos por su flota...”. Así comienza esta gran crónica que líneas más tarde se despacha sobre el incipiente periodismo, ya entonces sujeto a especulaciones de manipulación: “En aquellos días no teníamos nada que se pareciese a los periódicos impresos para diseminar rumores e informes sobre las cosas y para mejorarlos con la inventiva de los hombres, cosa que he visto hacer desde entonces. Pero las noticias como ésta se recogían a través de las cartas de los mercaderes y de otras personas que mantenían correspondencia con el extranjero...”. Manipulación y secretismo que se extiende al propio Gobierno: “Pero al parecer el Gobierno tenía un informe veraz sobre el asunto, habiéndose celebrado varios consejos para discutir los medios de evitar que el mal llegase hasta nosotros; mas todo ello se mantuvo muy en secreto”
Hasta que llegó lo inevitable: semanas más tarde, dos franceses murieron en la londinese Drury Lane y la familia de estos intentaron ocultarlo, pero las autoridades, avisadas, lo proclamaron a la parroquia correspondiente y los escribanos de la misma publicitaron el asunto entre los feligreses de la iglesia. A partir de ahí y poco a poco la populosa ciudad de Londres se convirtió en un infierno y al lector actual lo que le conmueve es esa situación, es decir, el de poder asistir, con ribetes de cuadros salidos de la mano de Brueghel, a la forma en que una epidemia se vive en una gran ciudad, y entonces se nos ocurre pensar en Nueva York o Los Ángeles o Ciudad de México en justa correspondencia y no nos equivocamos pues a pesar de los avances en las tecnologías respecto al manejo de situaciones de este tipo nos podría hacer pensar que el caos de ese siglo XVII no puede darse en ciudades del siglo XXI, lo cierto es que sorprende darse cuenta de las disposiciones que se tomaban en aquella época y que se parecía por su contundencia a lo vivido en China hace pocas semanas y que solo la ignorancia respecto a lo que era la peste y cómo combatirla con medios científicos fue lo que sumió a Londres en la desesperación, la confusión, el crimen y el caos.
Las disposiciones eran de este jaez: secuestro del enfermo; oreo de los géneros; cierre de la casa; entierro de los muertos; ninguna persona ha de ser sacada de ninguna casa infectada; toda casa contaminada ha de ser señalada; prohibición de festejos; cierre de tabernas... disposiciones que no evitaron que en los momentos más álgidos de la enfermdad, los enfermos agonizantes, recluidos en los lechos de sus casas y desesperados por el confinamiento se arrojaran por las ventanas y deambularan por las calles infectando a los que transitaban por ellas.
Defoe, además, se queja de que al estar todo el mundo recluido no había manera de hablar con nadie y por tanto dar cuenta exacta de lo que estaba ocurriendo y menos hacerse una idea global de la situación en la ciudad. Se sorprende, además, de la cantidad de apestados que deambulan por las calles a pesar de las medidas de seguridad y llega a una terrible certeza: no puede darse colaboración en una sociedad que se basa en la ambición desmesurada y el egoísmo.
Pero a pesar de ser una crónica periodística de primer orden, lo cierto es que al lado de las grandes novelas que han tratado el tema la descripción se torna pálida. Así, la que realizó Alessandro Manzoni en Los novios de la peste que asoló Milán y la Lombardía entre 1628 y 1630, vale decir, la misma que luego recorrió Holanda e Inglaterra y cuyas consecuancias recogió Defoe.
Manzoni logra transfigurar la epidemia en un atisbo logrado de esperanza cuando, una vez superada la epidemia, Renzo y Lucía pueden casarse y si hoy día el lector actual prefiere, entre todos los personajes de la novela al innominado, un complejo y tremendo criminal que siente un tremendo desprecio hacia la vida y que parece está basado en Francesco Bernardino Visconti, la gran familia dueña de Milán durante siglos, no lo es menos que es en la unión de los novios separados por prejuicios sociales y por la peste donde la novela de Manzoni adquiere visos de una trascendencia que Defoe solo puede experimentar en el Londres de la época con desolación y que el mismo Hobbes vería con notable delectación al corroborar sus teorías.
Y lo cierto es que estas situaciones límite sacan siempre lo mejor y lo peor de la humana condición. Por eso conviene leer a quienes vivieron las mismas situaciones en distintos lugares y épocas: otras voces, los mismos ámbitos.


Juan Ángel Juristo
Cultura Libros


11 de abril de 2020


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