—Me lo regaló su padre, señorita, para que guarde mis cosas.
Incluso ahora, tantos años después,
recuerdo aquellos árboles en sus pequeños detalles. Adalberto llegó al
campo siendo muy joven, pidió trabajo y lo emplearon como mozo de
cuadras. Con el tiempo fue escalando y de peón ascendió a capataz. Mi
padre decía que de haber tenido conocimientos contables, hubiese sido el
mejor administrador de la estancia. Cuando fue demasiado mayor como
para seguir con los trabajos de la finca, hacía recados para la cocinera
o lustraba la plata, pero su pasión era el dibujo. Durante las noches,
junto al fuego, con libros de arte de la biblioteca de la casa, pasaba
horas entre trazos y colores.
Nunca se casó y si tuvo alguna relación fue tan secreta que nadie lo supo.
—¿Para qué otra familia, señorita, si
los tengo a ustedes? —Me dijo mojando un pincel— Y ahora que el señor me
dio esta habitación y este armario, no necesito nada más.
El armario en cuestión se había rescatado de la buhardilla para el cuarto de Adalberto y él lo decoraba con paisajes.
Era una tarde de invierno tan aburrida
como mi adolescencia y tan cabreante como un fin de semana en el campo.
El único que soportaba mis cambios de humor era ese anciano de voz suave
y paciencia infinita.
—¿Ve cómo lo hago? Primero pinto el
fondo y luego pintaré cuatro paisajes diferentes en las puertas. —Dijo
mientras bebía un trago de ginebra—. Esto es bueno para el gaznate y
además me inspira.
Me ofrecí para ayudarlo con las mezclas
de colores. Era mucho más agradable pasar las horas con don Adalberto
que en el salón con esa familia que se había negado a dejarme sola en la
ciudad.
—¿Puedo preguntarle qué va a guardar en el armario?
—Mi vida, señorita. No es que sea muy interesante, pero es la que Dios me dio y se la agradezco.
Se besó la mano y lanzó el beso hacia el cielorraso.
Cuando terminé con las mezclas, cogí un papel del bolsillo de mi chaqueta y me puse a leer.
—¿Es una carta? —preguntó el anciano sonriéndome.
—De un compañero de clase. Me gusta.
—Yo nunca recibí una carta.
Sentí pena por él y me puse a escribir
unas cuartillas en las que mostraba mis impresiones sobre su pintura.
Esperé a que saliera y las dejé dentro del armario.
Así empezó una larga correspondencia. No
hablábamos de ella, el armario era nuestro buzón y siempre recogíamos
la respuesta en ausencia del otro. Yo escribía sobre los desencuentros
con mis padres, las buenas o malas notas, la última película y si mi
corazón estaba roto o exultante. Él, sobre el tiempo, la cosecha o si
había nacido algún potro; sus avances en la pintura o algún cotilleo de
la cocina.
Cuando un par de años después recibí la
llamada del administrador para comunicarme que Adalberto estaba muy
enfermo, dejé la ciudad y fui a verlo. Desde sus ojos acuosos y con voz
trémula me pidió que fuera al armario y rescatase las cartas. Allí
estaban, atadas con un cordón de esparto y entre ellas, un retrato que
me había hecho a lápiz. Volví junto a él y al cogerle la mano sentí que
nos estábamos despidiendo.
—Guárdelas, señorita, es nuestro secreto.
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