Ilustración de 1809 de James Gillray National Portrait Gallery |
Pandora era una vecina
de mi madre que todas las mañanas ponía sobre el horno que nunca usaba, un cuenco
a rebosar de cacahuetes, y como era una verdadera artista lo terminaba en forma
de pirámide.
De lunes a viernes,
antes de ir al colegio, los sábados antes de ir a jugar al baloncesto y los
domingos antes de ir a misa entraba con mucho sigilo en su cocina, la puerta siempre
estaba abierta. No podía resistirme al poliedro, así llamaba mi profesor a las
pirámides. El problema era que por mucho que me esmerase, en ser un ladrón de
guante blanco, la escultura se truncaba.
Esa mañana, Pandora se
presentó de improviso y me pilló con las manos en la masa. Me cerró el paso con
una bonita sonrisa que parecía maligna. Bajé la cabeza para inspirar pena y le
devolví los maníes que tenía en la mano.
Con paciencia se sentó
a explicarme los riesgos a los que se pueden enfrentar los delincuentes, aquel
cuenco era un mítico recipiente de la mitología griega que contenía todos los
males del mundo, y un único bien, el de la esperanza. Había sido un regalo de
bodas y robar su contenido podía traerme consecuencias catastróficas.
Me asusté bastante.
Pero como soy un niño de recursos recordé que en esa misma semana el profesor
había hablado de una caja con el nombre de mi vecina, y también de la Ilíada, que
en el verso 527 se podía leer que en casa del dios Zeus había dos jarras.
Con voz sumisa pregunté
a Pandora si, por casualidad, no tendría otro cuenco igual a ese. Me dijo que
sí. Y entonces le di la idea de llenar dos cuencos, en uno quedarían encerrados
todos los males y en el otro los bienes.
Creo que quedó
convencida, porque como premio me regaló todos los cacahuetes que cupieran en
mis manos, le di las gracias, le pedí permiso para darle un beso y me marché a
toda prisa, no quería que se percatase de lo voluminosos que estaban los
bolsillos de mis pantalones.
© Marieta Alonso Más
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