Mis ancestros fueron colonos
de frontera. El tatarabuelo paterno, que según se cuenta fue un destacado
pionero, quiso salir de la miseria en que vivía en el este y se apuntó en una
caravana que iba hacia el oeste, con su mujer y su hija de dieciséis años.
Esa era la versión oficial.
La otra era que Opal, su
preciosa hija, se había fugado con un apuesto mancebo que no encajaba en la
familia. No por borracho ni pendenciero. No. El pobre pertenecía a una familia rica
y altanera, que no perdió tiempo en salir en su búsqueda y cuando un mes
después los encontraron, tomando al hijo por las orejas lo enviaron a estudiar
a Europa. A los padres de la chica les ofrecieron una buena cantidad de dinero
que mi tatarabuelo les tiró a la cara, pero Abigail, mujer práctica como
ninguna, recogió cada billete del suelo y muy despacio lo fue guardando entre el
pecho y la blusa. Con la cabeza hizo el gesto de marchar a su Thomas y mirando
con desprecio al caballero sentenció: No sabe lo que pierde.
Las vicisitudes que pasaron
durante el camino formaban parte de las conversaciones diarias, hasta que llegó
el día en que no tuvieron más remedio que establecerse, en un punto ubicado
entre el río Missouri y las Montañas Rocosas, una región sin árboles, donde
solo había sol, viento, yerba y bisontes. No era el lugar de destino, es que fue
allí donde su carreta dijo: «Hasta aquí hemos llegado». La caravana, con sus
ansias de oportunidades y progreso, siguió su rumbo deseándoles lo mejor. Y
menos mal porque dos días después nacía mi abuela.
No había pasado ni siquiera una
semana en aquellas soledades, cuando otra caravana dejó tiradas dos carretas. Sin
pérdida de tiempo fueron a socorrerles. No hubo manera de arreglar los
maltrechos ejes, por lo que decidieron asentarse y crear una pequeña comunidad
de granjeros. Ya eran tres matrimonios, dos jóvenes, cuatro niños, y la bebé.
Thomas, por ser el de mayor
edad, decidió que los cuatro hombres levantarían tres viviendas, luego una taberna
para que los viajeros al hacer un alto en el camino pudieran comer, pernoctar y
asearse. Dos de las mujeres se harían cargo de ella, una en la cocina y la otra
sirviendo. Para Abigail y Opal crearían un almacén, y así se podría vender el excedente
de las hortalizas que sembrasen. Por último, también decidieron que cada familia
intentaría ahorrar los diez dólares necesarios para adquirir ciento sesenta
acres de tierra pública.
Aunque cada día era un sin
parar, Opal con la niña a cuestas sacó tiempo para hacer galletas de jengibre,
que además de estar riquísimas, sirvió para que encontrase un buen padre para
su pequeña y para los doce chavales que vinieron después. Había que engrandecer
el poblado.
© Marieta Alonso Más
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