El bastón suena acompasando los pasos que lo siguen sobre la acera de la Carrera de San Jerónimo. Erguida, como si los años no hubieran pasado por ella, doña Concepción mira sin reconocer los escaparates a lo largo de la calle hasta llegar a una puerta acristalada que le abre un señor bien vestido.
—He vuelto, querido, y todo sigue igual —murmura mientras la acomodan.
—Cocido completo —ordena al maître— …y una botella de Vega Sicilia.
Sentada a la mesa de entonces, la que está frente al espejo, mira con nostalgia el reloj que sigue en el mismo sitio y oye lejana la voz del camarero:
—¿Espera a alguien más, la señora?
Concepción levanta los ojos ante ese hombre atildado y con una sonrisa responde: «No».
Suspira profundamente. Solos como entonces, querido, pero esta vez el resto de los comensales son desconocidos. ¿Recuerdas cuando señalando una mesa con la mirada me informabas ese es el ministro tal o a tu derecha está sentado el secretario cual con su nueva amante? Se estira la falda antes de extender la servilleta. Nos reíamos inventando las historias que imaginábamos sobre todos ellos y tú me contabas esos secretos de estado que nunca debían salir de tu boca. Éramos intocables. Hasta que llegó la verdad, hasta que un día, sentados a esta misma mesa, me dijiste que te habían defenestrado. Te enviaban como embajador lejos, muy lejos.
La mujer aspira el aroma del caldo y piensa en el doctor Fernández. Valiente cretino. Decirme que cuide la dieta, a mi edad y en mi estado. «Ni carnes ni grasas, señora, y olvídese del alcohol» Me dijo durante la última visita. ¡Como si fuera a hacerle caso!
No hubo despedidas, aquella fue la última vez que nos vimos. Partiste con tu familia y no volví a saber de ti. Bueno, algo sí. A través de conocidos supe que esperabas un cambio de gobierno para volver, pero si bien los gobiernos cambiaron, nunca volviste. No lloré. Ni una lágrima. Por eso estoy aquí, para saldar esa cuenta conmigo misma, para poder alejarme como es debido, para decirte adiós en este lugar en el que compartimos tantas cosas bonitas.
No puede terminar el plato de cocido, deja la mitad, pero apura unas copas de vino. No es por hacerle caso al médico, es porque mi estómago ya no puede con tanto. El tiempo se ha llevado hasta mi apetito.
Cuando el camarero se acerca para ofrecerle algún postre le dice que no, solo una copa de Peinado.
—Y en media hora me pide un taxi, por favor –agrega con esa sonrisa que sí ha conservado.
Levantando la copa de brandy, antes de beber el primer sorbo, murmura: Hasta pronto, querido.
Ya en el taxi, siente la pesadez provocada por la comida y el alcohol. Mira a través de la ventanilla esa tarde de invierno que cae sobre Madrid, los magníficos edificios que empiezan a iluminarse. Baja el cristal para aspirar el aire helado y escuchar el ruido del tráfico. Vuelve a levantarlo, apoya la cabeza contra el respaldo y siente unas gotas saladas que descienden por su rostro para perderse en los labios entreabiertos.
—¿Se encuentra bien, señora? —Le pregunta el conductor, un joven con el pelo muy corto y un pendiente en el lóbulo derecho.
—Estupendamente, hijo. Y le voy a dar un consejo: llore de vez en cuando, no sabe cuánto alivia el alma.
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