Esta historia sucedió en el siglo pasado. Cuando la propiedad rural en Cataluña se regía por reglas muy estrictas. El «hereu» era el principal beneficiario de las tierras y de la casa. El segundón o segundones se veían forzados a «buscarse la vida», bien siguiendo una carrera eclesiástica, bien emigrando a América en busca de fortuna. Tal como me lo han contado os lo cuento.
Dos hermanos se enamoraron de la misma mujer. Ella solo
se casó con uno. Con el mayor, porque era el heredero, y
también, porque fue el único que se lo pidió. A él le
correspondía casarse, quedarse en la masía, labrar la tierra y tener hijos…
El novio era
fuerte, bien parecido, trabajador y honrado, estaba acostumbrado a ser el
primero en todo. Era el «ojo derecho» de su madre, mimado también por su padre y envidiado por muchos
de sus amigos, no tan ricos ni tan bien parecidos como él. La novia era la más hermosa del lugar, blanca y rosada, como
la Blancanieves del cuento. Su cabello,
rubio y abundante, lo llevaba recogido y trenzado alrededor de su cabeza,
además era buena honrada y trabajadora.
−¡Tal para cual!, −decía la gente.
Cuando se casaron, según la costumbre, la recién casada
fue a vivir a la masía. Pronto se acostumbró a su nueva familia; les quiso y
fue querida por todos. Al pequeño lo
amaba como a un hermano. Este
sentimiento era muy semejante al que sentía por su marido, al que quería y
respetaba, y a su vez, se sentía querida y protegida.
La vida trascurría
plácidamente, pero ¡Ay!, a la recién casada le gustaba soñar; mirar el
horizonte, pensar que detrás de la primera cadena de montañas hay otra y otra,
que después está el mar y la ciudad. En la masía solo había un libro de poesías
y otro de oraciones, propiedad del abuelo que había sido seminarista. Al
atardecer, cuando había terminado todas sus tareas, sacaba el libro de poesía,
que había escondido entre la costura, y leía una y otra vez los poemas, que no
entendía, pero que la llenaban de emoción. Ensanchaba su pecho y suspiraba…
El hermano pequeño escribía versos. No tan fuerte ni tan
bien parecido como su hermano, tenía unos ojos pardos, dulces y tímidos y, como
ella, era sensible a la belleza, soñador, generoso y simpático. Tenía éxito con
las mujeres, pero él solo la amaba a ella, la mujer de su hermano.
El drama no tardaría en estallar. Ellos se encontraron un
día en la intimidad de la cuadra, donde criaba la yegua a su potrillo, y se
amaron con toda la fuerza de la pasión contenida, con la fuerza de su juventud
y de sus deseos alimentados por la imaginación desbordante de cada uno.
A partir de aquel
día se encontraban siempre que podían. Se buscaban con desesperación, y era un
milagro, que pudieran ocultar su amor, durante un tiempo, al resto de la
familia.
Si el matrimonio
hubiera tenido hijos, si el marido hubiera estado atento al descontento de su
mujer, o los padres hubieran alejado al hijo menor de la casa paterna…
Una tarde, quiso la mala suerte, que un cazador amigo del
marido, descubriese el escondite. Les espió, y cuando estuvo seguro, con muchos
rodeos y poniendo de relieve la amistad que les unía, le contó lo que había
visto y oído.
¿Cómo pudo, el hermano mayor, soportar esta noticia sin
delatar su pena? Es un misterio. Se volvió hosco, rehuía el trato con los
amigos y familiares, se ausentaba días enteros de la casa, descuidaba sus
obligaciones y las noches las pasaba en blanco rumiando su venganza. Los
amantes, ajenos a todo lo que no fuera su pasión, no repararon en el cambio.
Solo el padre adivinó la verdad viendo a su hijo desmejorado y ojeroso y a los
dos amantes enajenados. Cuando notó la mirada torva con la que su hijo limpiaba
la escopeta de caza, tuvo miedo de que ocurriese lo peor y se propuso
remediarlo.
Llamó a los dos
hermanos y les hizo una proposición:
─Tenemos que arreglar este asunto entre nosotros. Que no
salga de estas cuatro paredes. Os quiero mucho a los dos, pero también amo esta
masía y las tierras. Uno de los dos sobra. Podéis elegir entre iros y quedaros,
entre la pasión y la aventura o la seguridad del dinero, las tierras y la
tradición. Ella también es libre de irse o quedarse, pero no para elegir entre
vosotros dos. Yo me encargaré de acallar habladurías y de que todo marche bien.
Aquella madrugada, las mulas estaban cargadas con las maletas
del viajero. Desde allí irían a la ciudad donde zarpaba el barco para América.
La madre miraba angustiada, desde el ventanuco del último piso. No pudo
reprimir un grito cuando vio salir a su favorito, el hijo mayor, con la manta
de viaje enrollada, pero suspiró aliviada cuando vio salir a su esposa detrás
de él. Iba preparada para viajar. En el baúl donde guardaba la ropa blanca del
ajuar, junto con sus joyas, llevaba el libro de poesías del abuelo, que había
abierto su horizonte.
No volvió la cabeza, el mayor, para mirar por última vez
la masía, que tanto quería, ni la volvió para ver si su mujer lo seguía. Había
tomado su decisión pensando en ella, porque la amaba. El pequeño se quedó para
siempre en el valle, dueño de las tierras y del dinero…No sabemos si fueron
felices los protagonistas de esta historia, eso no me lo contaron.
© Socorro González- Sepúlveda Romeral
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