sábado, 21 de agosto de 2021

Cirilo Villaverde




Hoy tomo la palabra porque escribir no puedo.




Permítanme  presentarme: Me llamo Cirilo Villaverde. Se dice que he sido el único gran mito de la literatura cubana. Me tachan de escritor romántico, costumbrista, antiesclavista. Todo ello porque capté y traspasé al papel los soplos y los trazos populares, los conflictos, las tensiones, su ritmo. Lo describía todo: el campo, el hombre, sus costumbres, sus problemas, la sociedad que vivía con gran boato y la que vivía en la miseria. No crean que solo escribía obra literaria también me adentré en el mundo científico. Usé mis ojos para ver. Alguien llamado Max Henríquez Ureña dijo que mi vida fue mi mejor novela. Y eso que no sabe nada de mi vida después de muerto.

Nací un veintiocho de octubre de mil ochocientos doce en el ingenio Santiago, jurisdicción de San Diego Núñez, en la provincia de Pinar del Río. El mismo año en que Simón Bolívar inicia la campaña liberadora de Venezuela, cuando Napoleón Bonaparte batalla en Rusia y España y cuando en Cádiz surge la primera constitución española. Soy el sexto de diez hermanos. Las primeras letras las aprendí en la parroquia del ingenio donde trabajaban más de trescientos esclavos. Cuando murió mi preceptor, que era el sacristán, mi padre me envió a La Habana con una hermana suya que vivía en una casa destartalada cerca de la esquina de la calle Campanario Viejo y la de Maloja. Entre la escuela, mi tía y mi abuelo se me azuzó la imaginación.

Cuando llegué a La Habana con mi aire de provinciano mi cabeza fue como una esponja. Absorbí todas las contradicciones de una sociedad esclavista. Las ideas de Varela, la poesía de Heredia. Todo influyó en mí. No podía ser de otro modo. Las murallas se abrieron y las zonas de extramuros crecieron en poderío, en las plazas, barrios y calles bullían las personas con esa animación contagiosa propia del pueblo cubano. Los nuevos ricos se alejaban del centro de la ciudad, llegaron nuevas costumbres de Europa. Los arcos de medio punto cedieron ante los dinteles rectos. Aparecieron los carruajes de lujo, el quitrín competía con las volantas. El hielo se puso de moda al igual que las heladerías en el Paseo del Prado y en el Paseo de Tacón. En 1828 subió el primer globo aerostático mientras en tierra seguían los pregones callejeros y los mendigos congestionaban los atrios de las Iglesias.

Me gradué de Bachiller en Leyes. Trabajé como abogado y en la enseñanza. Escribí en varios periódicos y revistas. Dos mundos en una misma ciudad, el barrio pobre en que vivía con mi tía y el otro donde me llevaba mi vida profesional. No me quedó más remedio que convertirme en un rebelde intelectual.

Fue en Cuba donde escribí «Cecilia Valdés» o «La Loma del Ángel» que es la novela que me hizo más famoso. Se la dediqué a todas las cubanas. Solo habla de amor… aparentemente. ¡Ya me dirán! Pasó por las manos del censor regio, después por el sotacensor, especie de visir revisor y por último por el Capitán General. Fue casi imposible que por ese tamiz sobrevivieran otras ideas, pero los buenos lectores acostumbran a leer entre líneas. Pinté al negro y al blanco como hombres, al mundo de esos dos colores como fuente de ebullición e intenté no perder el sentido humano, el histórico y surgió esa novela que me ha dado tantas alegrías.

  Otras obras mías son: «La Peña Blanca», «Dos amores», «El Guajiro», «La joven de la flecha de oro», «Excursión a Vuelta Abajo».

Mi amistad con Narciso López y las ideas independentistas cubanas me llevaron a la cárcel, pude escapar y crucé el charco. Al llegar a los Estados Unidos de América seguí escribiendo y fomentando dichos aires.

Me convertí en secretario de Narciso y me organicé en el exilio. Ayudé a confeccionar la bandera de Cuba que fue creada en 1849 por Narciso López en Nueva York, y adoptada oficialmente en 1902 como bandera de la Cuba independiente: dos franjas blancas, tres azules, un triángulo rojo y una estrella solitaria.

Nunca fui rico, talvez llegué a ser un pequeño burgués. Me llegó la muerte en Nueva York, el veinticuatro de octubre de mil ochocientos noventa y cuatro, cuatro días antes de cumplir ochenta y dos años y cuatro años antes de que España perdiese sus últimas provincias de ultramar, pero soy un hombre afortunado porque me llevaron a enterrar al cementerio de Colón en La Habana.

 


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