Hoy tomo la palabra porque escribir no puedo.
Permítanme presentarme: Me llamo Cirilo Villaverde. Se dice que he sido el único gran mito de la literatura cubana. Me tachan de escritor romántico, costumbrista, antiesclavista. Todo ello porque capté y traspasé al papel los soplos y los trazos populares, los conflictos, las tensiones, su ritmo. Lo describía todo: el campo, el hombre, sus costumbres, sus problemas, la sociedad que vivía con gran boato y la que vivía en la miseria. No crean que solo escribía obra literaria también me adentré en el mundo científico. Usé mis ojos para ver. Alguien llamado Max Henríquez Ureña dijo que mi vida fue mi mejor novela. Y eso que no sabe nada de mi vida después de muerto.
Nací un veintiocho de
octubre de mil ochocientos doce en el ingenio Santiago, jurisdicción de San
Diego Núñez, en la provincia de Pinar del Río. El mismo año en que Simón
Bolívar inicia la campaña liberadora de Venezuela, cuando Napoleón Bonaparte
batalla en Rusia y España y cuando en Cádiz surge la primera constitución
española. Soy el sexto de diez hermanos. Las primeras letras las aprendí en la
parroquia del ingenio donde trabajaban más de trescientos esclavos. Cuando
murió mi preceptor, que era el sacristán, mi padre me envió a La Habana con una
hermana suya que vivía en una casa destartalada cerca de la esquina de la
calle Campanario Viejo y la de Maloja. Entre la escuela, mi
tía y mi abuelo se me azuzó la imaginación.
Cuando llegué a La
Habana con mi aire de provinciano mi cabeza fue como una esponja. Absorbí todas
las contradicciones de una sociedad esclavista. Las ideas de Varela, la poesía
de Heredia. Todo influyó en mí. No podía ser de otro modo. Las murallas se
abrieron y las zonas de extramuros crecieron en poderío, en las plazas, barrios
y calles bullían las personas con esa animación contagiosa propia del pueblo
cubano. Los nuevos ricos se alejaban del centro de la ciudad, llegaron nuevas
costumbres de Europa. Los arcos de medio punto cedieron ante los dinteles
rectos. Aparecieron los carruajes de lujo, el quitrín competía con las
volantas. El hielo se puso de moda al igual que las heladerías en el Paseo del
Prado y en el Paseo de Tacón. En 1828 subió el primer globo aerostático
mientras en tierra seguían los pregones callejeros y los mendigos
congestionaban los atrios de las Iglesias.
Me gradué de Bachiller
en Leyes. Trabajé como abogado y en la enseñanza. Escribí en varios
periódicos y revistas. Dos mundos en una misma ciudad, el barrio pobre en que
vivía con mi tía y el otro donde me llevaba mi vida profesional. No me quedó
más remedio que convertirme en un rebelde intelectual.
Fue en Cuba donde
escribí «Cecilia Valdés» o «La Loma del Ángel» que es la novela que me hizo más
famoso. Se la dediqué a todas las cubanas. Solo habla de amor… aparentemente.
¡Ya me dirán! Pasó por las manos del censor regio, después por el sotacensor,
especie de visir revisor y por último por el Capitán General. Fue casi
imposible que por ese tamiz sobrevivieran otras ideas, pero los buenos lectores
acostumbran a leer entre líneas. Pinté al negro y al blanco como hombres, al
mundo de esos dos colores como fuente de ebullición e intenté no perder el
sentido humano, el histórico y surgió esa novela que me ha dado tantas
alegrías.
Otras
obras mías son: «La Peña Blanca», «Dos amores», «El Guajiro», «La joven de la
flecha de oro», «Excursión a Vuelta Abajo».
Mi amistad con Narciso
López y las ideas independentistas cubanas me llevaron a la cárcel, pude
escapar y crucé el charco. Al llegar a los Estados Unidos de América seguí
escribiendo y fomentando dichos aires.
Me convertí en
secretario de Narciso y me organicé en el exilio. Ayudé a confeccionar la
bandera de Cuba que fue creada en 1849 por Narciso López en Nueva York, y
adoptada oficialmente en 1902 como bandera de la Cuba independiente: dos
franjas blancas, tres azules, un triángulo rojo y una estrella solitaria.
Nunca fui rico, talvez
llegué a ser un pequeño burgués. Me llegó la muerte en Nueva York, el
veinticuatro de octubre de mil ochocientos noventa y cuatro, cuatro días antes
de cumplir ochenta y dos años y cuatro años antes de que España perdiese sus
últimas provincias de ultramar, pero soy un hombre afortunado porque me llevaron a
enterrar al cementerio de Colón en La Habana.
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