Han dicho que va a llover.
Hace un sol que raja las piedras. Pero si lo han dicho, lo creo. Ya no estamos
en 1967, son otros tiempos, muy distintos a aquel cuando uno de los primeros meteorólogos,
ante la sequía que imperaba en España y con claros indicios de que el tiempo
iba a cambiar, apostó el bigote. Llovería. Se lo tuvo que afeitar.
De niño me fiaba más de las
rodillas del abuelo. Desayunando dijo que olía a lluvia y yo no quitaba los
ojos de la ventana. Estaba castigado en mi habitación. Tenía que estudiar.
La hora del ángelus. Fue
justo en ese momento cuando el sol se despidió, se volvió todo negro, ese negro
de tormenta, que a veces asusta y las paredes se fueron difuminando con la
oscuridad creciente. Un trueno sonó a lo lejos. Todo se sembró de sombras.
Era feliz. No sé qué encanto
tenían y tienen sobre mí las gotas de lluvia, pero me atraen como un imán.
Vivíamos en un quinto piso. Sin pensarlo dos veces salí corriendo, el abuelo
medio sordo no se enteró.
Me deslicé por las
barandillas, por las escaleras se tardaba más, y salí a la calle. Reía a
carcajadas, la ropa se me pegaba al cuerpo, bailaba al son de una música
imaginaria.
¡Mi madre!
Venía de la compra. Y sin
mediar palabra, me cogió como si fuera un conejo, por el pescuezo.
—¡Arriba! Que contigo no gano
para catarros.
© Marieta Alonso Más
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