El marido de mi amiga era un hombre entendido, no sé de qué, pero eso es lo que se oía decir. Sobresalía en todas las artes, en particular, cuando hablaba de sí mismo. Lo alumbraba todo, como si fuera el mismo Sol, mientras su mujer se conformaba con ser un oscuro satélite.
Un día ella se marchó a ese
barrio del que no se vuelve y él dejó de alumbrar. Se levantaba temprano,
desayunaba en el bar, regresaba y se ponía ante el televisor apagado. Salía a
comer a la fonda de enfrente, regresaba, se echaba a la siesta, y se ponía ante
el televisor sin imagen. Para la cena cortaba unos triángulos de queso, unas
lonchas muy finas de chorizo, los colocaba con delicadeza en una pulga de pan y
terminaba con un vaso de leche para irse a sentar frente al silencioso televisor.
A medianoche se acostaba y vuelta a empezar.
Hasta que una mañana una voz
salida del televisor le hizo dar un respingo y al levantar la vista apareció su
mujer saltando fuera de la negra pantalla. Se colocó la toquilla sobre sus
hombros con mucho salero y le indicó que hiciera su cama, recogiera la ropa, y
pusiera la lavadora. De allí se fueron al mercado, al oído le iba diciendo lo
que debía comprar para que aprendiera a cocinar esos platos que tanto echaba de
menos. Disfrutó comiendo lo indecible, a instancias de su mujer fregó y recogió
la cocina. Por la tarde se fueron a dar un paseo. Así transcurrió un año. Una
vecina al notar lo hacendoso que era aquel hombre, decidió vigilarlo por la
mirilla y cuando una tarde le vio salir se hizo la encontradiza. Así pasaron
seis meses, hasta que una mañana al terminar de pasar la aspiradora, su mujer
se volvió a colocar la toquilla sobre sus hombros y saltó dentro de la negra
pantalla del televisor, diciendo adiós. Fue su forma de consentir que él
rehiciera su vida, y ella pudiera descansar en paz.
© Marieta Alonso Más
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