―¡Ban! ―lo recibió Elaine,
encantada; antes de dejar a Lancelot un instante en las capaces manos de
Jericho, incorporarse y acercarse a él con un corto vuelo. El beso fue corto y
casto, pero el hada se estremeció como de costumbre cuando notó los dedos de él
acariciando su cintura con mimo―. ¿Qué tal ha ido la patrulla?
―Muy bien ―sonrió su esposo, ufano,
antes de girar la vista hacia el bebé y su madrina―. ¡Hola, canijo! ¿Qué andáis
haciendo?
Su mujer resopló por lo bajo,
reflejándose el cansancio en sus facciones sin esfuerzo.
―Estábamos con lo de seguir
aprendiendo a andar ¿verdad, mi amor? ―preguntó a un Lancelot que los miraba
con ojos brillantes de expectación y adoración, todo en uno―. Pero me da que
alguien no quiere esforzarse mucho hoy…
―Oh. Conque sí ¿eh? ―canturreó
entonces Ban, para sorpresa y mayor interés de Elaine―. Bueno, canijo…
Entonces… ¿a que no adivinas lo que te ha traído papá del paseo?
―¿Qué es? ―se interesó Elaine,
mientras a Jericho se le abrían los ojos también al máximo a causa de la
curiosidad―. Ban ¿qué vas a hacer? ―insistió el hada en un susurro más bajo, al
ver que él no contestaba enseguida.
Sin embargo, el humano se limitó a depositar
un dedo sobre su sonrisa pícara, como si pidiera silencio, antes de inclinarse
junto a un Lancelot que lo recibió con la alegría inherente a su edad. Sólo
entonces, Elaine comprobó cómo su amado metía la mano por dentro de la cola de
su largo chaquetón rojo y extraía algo que captó la atención del bebé en un
abrir y cerrar de ojos.
―Bueno, pequeño… Fíjate lo que tengo
para ti.
Como su madre debió suponer,
Lancelot echó de inmediato las manos hacia delante para coger el codiciado
muñeco; sin embargo, no levantó el trasero del suelo más que para arrodillarse
y avanzar a gatas hacia su padre. Momento en el que este, ladino, alzó la mano
y apartó el juguete del alcance del pequeño.
―¡Ah, no! No creas que lo vas a
tener tan fácil, campeón… No si no haces lo que mamá te ha pedido.
Por supuesto, ante aquella negativa,
el pequeño compuso un puchero inmediato y amenazó con empezar a llorar. Cuando
los primeros gemidos y las primeras lágrimas asomaron a su boca y sus ojos,
respectivamente, Elaine suspiró con el corazón encogido. No podía soportar que
su tesoro llorase, fuera como fuese…
―Ban, no te preocupes ―dijo
entonces, arrodillándose junto a ellos―. Ya lo conseguiremos de otra manera.
Venga, dale el muñeco, anda…
Pero el aludido negó sin violencia
antes de dirigirle una mirada rojiza y confiada.
“Tranquila, cielo. Todo irá bien.
Confía en mí.”, susurró en su mente, algo que ella escuchó a la perfección.
Algo insegura, el hada apretó los
labios, pero se tranquilizó un tanto en cuanto vio lo que reflejaba el corazón
de Ban. Este, por su parte, se giró de nuevo hacia Lancelot en cuanto vio la
aprobación en el rostro de su mujer
―Vamos, pequeño. Sé que puedes
hacerlo. ―Cuando agitó el muñeco frente al niño, a una altura algo más
accesible aunque no lo suficiente para cogerlo estando de rodillas, el
berrinche desapareció como por ensalmo y su atención se fijó de nuevo en el
premio ante sus ojos―. Confía en ti mismo ¿vale? Sé que puedes…
―Ban… ―susurró Elaine, aún indecisa.
Pero él sólo le dirigió un
asentimiento confiado.
―Venga. Vamos a ayudarle un poco ¿de
acuerdo?
El hada, entendiendo a lo que se
refería, se situó entonces tras Lancelot, sujetando sus manos con delicadeza.
El niño, mientras tanto, no dejaba de observar el muñeco. Jericho, por su
parte, permanecía sentada en silencio a escasos dos metros de distancia,
contemplando la escena casi con silenciosa reverencia. Cuando Ban retrocedió
apenas un paso y se acuclilló, sosteniendo el muñeco frente a sí, Elaine tiró
apenas de Lancelot hacia arriba. Este pareció dudar un instante; sospechando,
quizá, que la pesada rutina de caminar comenzaba de nuevo. Pero sus ojos no se
despegaban de ese premio que se agitaba goloso en el aire, frente a él.
Probablemente por ello, al cabo de unos pocos segundos, el pequeño se decidió a
alzar la primera rodilla y plantar el pie en el suelo. Cuando la segunda pierna
siguió el mismo recorrido, Elaine contuvo la respiración, alternando la vista
sin querer entre padre e hijo. Pero el primero mostraba una mueca confiada que
no desapareció en ningún momento. De hecho, sus ojos no se distrajeron de
Lancelot mientras este hacía un esfuerzo soberano por mantenerse en equilibrio
sobre sus pies.
Aun así, el hada pensó que no sería
capaz de contener un gemido encantado cuando, un instante después, Lancelot
echó el pie para dar el primer paso hacia delante; todo mientras la conexión
visual entre él y su progenitor parecía casi palpable. Cuando dio el segundo
paso, Elaine dio gracias a las diosas y la madre tierra en su interior por
tener a aquel hombre tan maravilloso a su lado. ¿Cómo había sido capaz de
intuir tan rápido lo que necesitaba Lancelot para dar, literalmente, un paso
adelante? No obstante, al cuarto paso y cuando Ban le pidió que soltara una de
las manos del niño, Elaine se asustó por un momento.
―Ban... ¿Estás seguro?
Pero este asintió con tal serenidad
que el hada, sin dudarlo dos veces, obedeció de inmediato. Para su mayor pasmo,
Lancelot parecía haber olvidado toda reticencia a caminar por sí mismo en los
últimos segundos; tanto que terminó dando los siguientes dos pasos sin ayuda y
sin dudar ya un instante. Al menos, antes de trastabillar como su madre
imaginaba. Sin embargo, el bebé cayó entonces sobre la gran mano de su padre,
que esperaba para recibirlo como si también supiera que aquello podía suceder.
Y el posible llanto por el tropezón se diluyó en una milésima de segundo cuando
Ban rio, alzó a su hijo con un brazo y lo acercó a su rostro.
―¡Sí, señor! ―lo felicitó;
entregándole el premio sin dilación y sonriendo con más ganas ante el gorgorito
de triunfo del pequeño, nada más abrazar aquella suavidad contra su cuerpecito
menudo―. ¿Ves cómo sí que podías hacerlo, campeón? ¡Eres el mejor!
―¡Ban! ―exclamó Elaine entonces,
antes de dejarse acunar por el brazo libre de él y enterrar el rostro en el
hueco de su cuello―. ¡No puedo creerlo! ¿Cómo sabías que Lance haría eso?
Sin embargo, la que contestó fue
Jericho desde su posición, incorporándose a su vez y cruzando los brazos con
gesto comprensivo y satisfecho al mismo tiempo.
―Porque en el fondo, sabía que
Lancelot podía hacerlo y quería que él confiase en ello, también. ¿Verdad, Ban?
El rey de Benwick asintió despacio,
sin perder su propia mueca orgullosa.
―Es algo muy común cuando los niños
humanos no quieren aprender a andar, si no es con ayuda, hasta ser más mayores.
Siempre he creído que eso sólo consigue hacer hombres débiles que jamás
lograrán nada por sí mismos ―expuso, natural―. Pero tú no lo eres ¿no es
cierto, campeón?
Lancelot rio por toda respuesta
cuando Ban frotó su nariz con la de él, haciéndole cosquillas con el flequillo
en la rubia cabecita. Al menos, antes de abrir la boca y emitir un sonido que
ninguno de los presentes le había escuchado hasta la fecha:
―“Bah”
Aquella sencilla sílaba dejó a los
tres adultos clavados en el sitio en un instante. Nada más terminar las
carantoñas con su padre, sin esperarlo, En honor a la verdad, el niño no había
hecho algo semejante hasta la fecha, ni de manera tan clara. Pero eso no
impidió que el corazón de Elaine se acelerase de inmediato como el vuelo de un
colibrí al escucharlo.
―Cariño… ¿Qué has dicho? ―preguntó
la reina, siendo la primera capaz de recuperar el habla apenas unos segundos
después.
Pero, para su mayor estupor, el bebé
sólo se giró hacia su padre. Antes de repetir, convencido:
―“Bah”
Tras reponerse apenas de la
sorpresa, los tres adultos se miraron con la incredulidad pintada en el rostro.
De hecho, a los ojos de los dos parentales asomaron enseguida unas diminutas
lágrimas de emoción al comprender, más o menos, lo que acababa de ocurrir. Más
aún cuando Lancelot tironeó del cuello de pelo del chaquetón de Ban y repitió
la misma palabra.
―Ban… ―susurró Elaine, haciendo que
Lance lo repitiera en su particular tono infantil―. Su primera palabra…
―Sí… ―jadeó el padre―. Pequeñajo,
eres toda una caja de sorpresas ¿eh? ―lo felicitó, encantado―. Así que tu
primera palabra es el nombre de papá ¿eh?
Lancelot, por su parte, se limitó a
sonreír con inmensa felicidad y agitar el muñeco que sostenía en el aire, lo
que hizo reír a todos los presentes. El primero, al orgulloso e incrédulo padre
humano de la criatura. El cual, por enésima vez, se alegró de que el destino le
hubiese concedido el futuro familiar que siempre soñó tener. Porque… ¿acaso
podía pedir más?
***
Después de aquello, la tarde pasó
relajada. Mientras Jericho salía de patrulla, Ban y Elaine siguieron
entretenidos con el pequeño Lancelot, hasta casi olvidarse de la hora de la
cena. Si bien era cierto que el bebé no dijo más palabras nuevas aquel día, sí
se animó a caminar un poco más, sin soltar su nuevo juguete de la mano en
ningún momento. Para los dos padres primerizos, fuera como fuese, era como si
no pudiera existir mayor dicha en el mundo; al menos, no comparable a la que
sentían en ese momento.
Sin embargo, las sorpresas tampoco
terminaron ahí, al menos para Elaine. Cuando la noche cayó y la mujer feérica
ya se encaminaba hacia el dormitorio, tras terminar de recoger los salones y
dejarlos preparados para el día siguiente, escuchó algo de camino que la hizo
desviarse hacia el cuarto de Lancelot. Mientras ella se ocupaba del palacio,
Ban se había encargado de ir a acostar al pequeño polvorín, después de un día
de intensas emociones.
«Y yo que pensaba que ayer la
celebración había sido intensa…», pensó Elaine con ironía.
Sin embargo, su reflexión se
interrumpió en cuanto la mujer se acercó un poco más a la puerta de la
habitación de su hijo; y distinguió, esta vez con más claridad, las palabras
que surgían desde la semi-penumbra al otro lado.
―“Pero… ¿cómo puedes estar aquí?”,
preguntó entonces la princesa hada prisionera. “¿Quién te ha dejado llegar? El
bosque que rodea este gran árbol es muy espeso y hay muchos enemigos”. “No sé”,
contestó el pícaro, sin mentir a otro ser vivo por primera vez en mucho tiempo.
“No he encontrado grandes problemas y sólo estaba intentando encontrar un
tesoro que dicen que se esconde en estos pagos… ¡Ya sé! ¡Quizá tú puedas
ayudarme a encontrarlo!”. “Pero… yo no sé nada de un tesoro”, explicó la
princesa. He estado aquí encerrada aquí toda mi vida, durante muchos siglos, y
hace mucho que no veo nada del mundo exterior”. A lo que el bandido se quedó
pensando un rato y, entonces, se le ocurrió una idea. “¡Ya sé! Te sacaré de
aquí y, entonces, podrás ayudarme a buscarlo. Viajaremos juntos y tú podrás ser
libre. ¿Qué opinas?”
―Y la princesa respondió: “es la
mejor oferta que me han hecho nunca”.
Al escucharla, Ban calló con un leve
respingo, aunque logró mantener el equilibrio sobre el alféizar de la
improvisada ventana del tronco sin demasiado problema. De inmediato, se giró,
como si no esperase de ninguna manera que alguien lo sorprendiese contando el
cuento a Lancelot. Este, por su parte, hacía casi un minuto de reloj que había
caído dormido sobre el enorme antebrazo derecho de su padre y no fue consciente
en absoluto de la silenciosa reunión de sus dos parentales.
―Eh… Hola ―susurró Ban, sonriendo a
su esposa y dejando que esta se acomodara sobre su hombro, la barbilla sobre
las manos entrelazadas―. ¿Ya está todo hecho?
Elaine asintió despacio, sin dejar
de sonreír a su vez con infinita ternura.
―Ya he enviado a Jericho a organizar
las guardias para esta noche, aunque creo que se iba a dar ella misma un paseo
antes de dormir ―expuso―. Ya sabes que tampoco es fácil hacer que pare quieta…
Ban soltó una risita por lo bajo,
dándose por aludido sin maldad.
―Sí, nunca ha habido manera de
decirle que se quede en el sitio, sea como sea ―ironizó, coreando el humor de
su mujer.
Después de eso, los dos se quedaron
observando a su retoño y la paz de la noche al otro lado de la ventana como si
no existiese nada más en el mundo.
―Así que… Una princesa y un bandido
¿eh?
Bajo la tenue luz de la luna, Ban
pareció enrojecer apenas sin dejar de acunar a Lancelot.
―Qué quieres… No había manera de que
parase quieto, tampoco, y sólo se me ocurrió que sería buena idea contarle un
cuento para dormir…
Elaine rio para sí y sacudió la
cabeza.
―Desde luego, no podías haber
elegido mejor argumento…
Ban la imitó.
―No, en eso estamos de acuerdo
―afirmó, alzando la vista para mirarla con interés―. ¿Qué mejor que una
historia de amor sincero, para que aprenda buenas costumbres?
Elaine le acarició el pelo.
―Desde luego. Aunque, si hablamos de
buenas costumbres… ¿Cómo sabías que Lance reaccionaría así al muñeco cuando se
lo has enseñado hoy?
Ban se encogió de hombros.
―Bueno, supuse que sería un buen
aliciente ―expuso sin ambages―. Eso… y que es igual de cabezota que su padre
para algunas cosas ―ironizó.
―Bueno, sé que ese padre no es nada
cabezota para muchas otras ―lo chinchó Elaine, mordaz―. ¿Me equivoco?
Ban sonrió con interés evidente,
como si intuyera por dónde iba la conversación.
―Depende de lo que me propongas
―canturreó por lo bajo.
Elaine, por su parte, se limitó a
guiñarle un ojo en respuesta y apartarse unos metros, sin dejar de mirarlo de
reojo.
―Bueno… Digamos que hay otra cosa
que también podemos enseñarle a Lancelot en algún momento…
―¿El qué?
La sonrisa intencionada del hada se
ensanchó.
―Pues… el hecho de que uno no debe
romper nunca su palabra cuando promete algo. ¿No es cierto?
Historia inspirada en Ban & Elaine, personajes de
“Nanatsu No Taizai”
Imagen: Ban y Elaine, temporada 3 del anime (screenshot)
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