Tras las calenturas de esa enfermedad, más común en los niños, su sobrina no fue la misma. Ya tenía dieciocho años cuando tuvo que guardar cama. Lo que le faltaba.
Sus gastos algunos meses eran
superiores a las entradas. Así había sido siempre. La vida nunca fue de color
de rosa para ella, aunque tenía un punto de equilibrio: le sobraron sobrinas y
le faltó marido.
Se detuvo junto a la ventana
y vio saltar sobre el tejado de enfrente un gato negro, ella no era
supersticiosa, pero por si acaso, corrió la cortina.
Regentaba un hostal coqueto,
entrañable, con seis habitaciones en la planta alta para alquilar a huéspedes,
y un comedor donde se daba el desayuno. Nada más. Comida y cena no era su
problema. En la baja vivían ella y su sobrina, la última que le quedaba por
casar que atendía la limpieza de toda la casa mientras ella cocinaba y vigilaba
la recepción.
Al estar alejado del pueblo la
pensión nunca estaba llena al completo. Solo en las fiestas patronales.
A partir del sarampión, lo
que nunca había hecho, su sobrina comenzó a introducirse con sigilo en las
habitaciones de los huéspedes solitarios. Y le decía a su gazmoñera tía en
susurros que en cualquier momento podría llegar un millonario o uno de tantos
imitadores, de esos que saben dar aire al dinero.
Lo que es un millonario no
apareció ninguno, pero las condiciones de vida de tía y sobrina mejoraron hasta
tal punto que se podían ir de vacaciones.
La espabilada sobrina nunca
la abandonó y disfrutó a tope esa última etapa, aunque se llevó un gran
disgusto: la vida no quiso darle más allá de noventa y nueve años.
© Marieta Alonso Más
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