viernes, 2 de junio de 2023

Amantes de mis cuentos: Lo que puede dar de sí el sarampión




Tras las calenturas de esa enfermedad, más común en los niños, su sobrina no fue la misma. Ya tenía dieciocho años cuando tuvo que guardar cama. Lo que le faltaba.

Sus gastos algunos meses eran superiores a las entradas. Así había sido siempre. La vida nunca fue de color de rosa para ella, aunque tenía un punto de equilibrio: le sobraron sobrinas y le faltó marido.

Se detuvo junto a la ventana y vio saltar sobre el tejado de enfrente un gato negro, ella no era supersticiosa, pero por si acaso, corrió la cortina.

Regentaba un hostal coqueto, entrañable, con seis habitaciones en la planta alta para alquilar a huéspedes, y un comedor donde se daba el desayuno. Nada más. Comida y cena no era su problema. En la baja vivían ella y su sobrina, la última que le quedaba por casar que atendía la limpieza de toda la casa mientras ella cocinaba y vigilaba la recepción.

Al estar alejado del pueblo la pensión nunca estaba llena al completo. Solo en las fiestas patronales.

A partir del sarampión, lo que nunca había hecho, su sobrina comenzó a introducirse con sigilo en las habitaciones de los huéspedes solitarios. Y le decía a su gazmoñera tía en susurros que en cualquier momento podría llegar un millonario o uno de tantos imitadores, de esos que saben dar aire al dinero.

Lo que es un millonario no apareció ninguno, pero las condiciones de vida de tía y sobrina mejoraron hasta tal punto que se podían ir de vacaciones.

La espabilada sobrina nunca la abandonó y disfrutó a tope esa última etapa, aunque se llevó un gran disgusto: la vida no quiso darle más allá de noventa y nueve años.

 

© Marieta Alonso Más

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