A mi querida amiga Carmen M.
Sí, o no. Sí, o no. Clara
dudaba qué hacer. La luz del crepúsculo entraba a través de las cortinas
entrecerradas. Se hacía tarde. Miró la hora en el reloj digital que estaba
sobre la mesilla de noche. Tarde para qué, se dijo, si ya no la esperaba nadie.
Era casi como un movimiento reflejo el mirar el reloj y sentir un picotazo en
el estómago. No quería que su marido se impacientara.
La habitación resultaba
pasada de moda con las cortinas de terciopelo, las alfombras a los lados de la
cama un poco deslucidas y los muebles de caoba barnizada. Habían elegido ese
hotel porque fue el primero al que se atrevieron a ir. Eran dos jóvenes
transgresores de la moralidad de la época, o eso creían, zafándose del control
de recepción.
Un ronquido suave y continuo
era el telón de fondo de sus pensamientos. Eduardo dormía. Se sentó en la
butaca recibiendo los últimos estertores de luz y rememoró de una manera amable
y algo confusa, las veces que había estado con él en este sitio. Muchas. Tantas
que por más que quisiera celebrar todas en su memoria, estaba convencida de que
era un ejercicio condenado al fracaso.
La primera, inolvidable.
Jóvenes, creyéndose audaces, con una emoción en las manos que hizo imposible
que Eduardo le desabrochara el sujetador, ni la falda. Fue el primer
conocimiento que tuvieron el uno del otro. Conocimiento que fue aumentando con
el paso de los años.
Él, al terminar la carrera,
se tuvo, más bien se quiso ir a estudiar fuera y Clara esperó que le propusiera
irse con él. Pero no lo hizo. Estaba lleno de ilusión y ambiciones personales,
y ella se quedó. No pudo evitar pensar que había sido la chica fácil que
arrinconaba el brillante y atractivo arquitecto en que se había convertido.
Nunca olvidaría las palabras ni la cara de airada cobardía con que le confirmó.
—Clara. Somos demasiado
jóvenes para un compromiso tan serio.
En su voz surgió el mismo
temblor que en sus manos la primera vez que fueron al hotel, pero en sus ojos
apareció una expresión de premura por irse. La luz de poniente a su espalda,
igual a la de ahora, le daba unos reflejos sobre el pelo rubio que le recordó
un cuadro que tenía su madre del Ángel de la Guarda. Dos años pasaban rápido,
claro que podía visitarle, aunque no sería fácil. Al despedirse le recomendó
desde la plenitud de su licenciatura que se esforzara en terminar sus estudios.
No era el fin del mundo, Clarita.
—Te queda mucho por vivir
todavía —le pasó una mano por la cabeza como si la infundiera de un casco de
sabiduría.
Él se fue. Clara estuvo tres
meses sin querer ir a ningún sitio, bajo la preocupada mirada de sus padres y
el cuidado de un conocido psiquiatra. A los tres meses renació como el Ave
Fénix, le aseguraba su madre, una mujer culta, amable y que no quería
profundizar en ningún tema excesivamente personal. Siempre se arrepentía uno de
escarbar demasiado en el otro, afirmaba con una sonrisa afectada. En los
siguientes cinco años no supo nada de Eduardo. El océano que les separaba
pareció difuminarlo en una sombra azul.
Ella acabó su carrera, empezó
a trabajar y se casó con Gabriel. El mejor marido y una buena boda, sentenció
la madre que temía que esa hija volviera a recaer, o a descarriarse. Una tarde
lluviosa la oyó decir a una amiga que Clara era demasiado emocional, muy frágil
y Gabriel lo más adecuado para atemperarla. Menos mal que el otro está lejos,
que si no…
El otro volvió casado con una
americana decidida y rubia que hablaba el español con voluntad marcial. No
dejaba pasar una palabra que no entendiera y pretendía hacer chistes a los
pocos meses y a los pocos meses fue su reencuentro. Igual que si el tiempo de
ausencia de Eduardo se hubiera quedado congelado en una nube, volvieron a verse
con la naturalidad de antaño. Las confusas disculpas de él, de cómo pudo
marcharse sin ella, cuánto la había echado de menos, era el auténtico amor de
su vida, a Clara le resbalaban en un dulce abandono. Durante años se siguieron
reuniendo, normalmente en este hotel.
—Bienvenidos señores de
Ceballos. Es siempre una alegría verlos —decía zalamero el recepcionista.
Las primeras veces a Clara le
molestaba el tono burlón que creía descubrir en sus palabras. Luego, ya ni lo
oía. Y ahora, mientras la luz declinaba marcando en sus pies desnudos unas
sombras equívocas, pensó que después de veinte años, ella viuda y él
divorciado, habían decidido no vivir en la misma casa. Demasiado peso en las
mochilas de sus vidas.
Por fin decidió quedarse. Se
abrochó el sujetador y en vez de vestirse se puso el albornoz y se tumbó en la
cama junto a él que seguía medio dormido. Ya no tenía el pelo rubio sino escaso
y entrecano, su figura se había vuelto más lenta, aunque aún guardaba el
entusiasmo por su profesión y por ella.
—Nunca hemos dormido juntos
una noche entera—le susurró Eduardo abrazándola.
Ella afirmó con la cabeza.
Nunca. Clara pensó qué raro le resultaba no sentir el picotazo en el estómago
al llegar a una hora. Ya no importaba. Nadie la esperaba en casa y sintió una
antigua ternura que había enterrado mucho tiempo atrás.
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