viernes, 1 de diciembre de 2023

Amantes de mis cuentos: El arte de no robar

 



Aquel año puse el primer cero a mi edad y para ayudar en casa comencé a trabajar en el mercado del barrio. Mi madre era pariente lejana de uno que regentaba el puesto de hortalizas y verduras y le pidió que me hiciera un hombre de bien. Eran tiempos difíciles. Allí se vendía de todo: lechugas, tomates, pepinos… Y yo con hambre a todas horas.

Se me hacía la boca agua con lo que fuera, me daba igual que los tomates fueron rojos, verdes, pequeños o grandes. Aquel lugar olía a abundancia, era el reino de los olores y mis tripas sonaban como si no le hubiera echado nada en veinticuatro horas. Así era.

Mi amigo Pedro estaba empeñado en enseñarme a robar, pero yo me resistía. Mi madre, que para algunas cosas parecía bruja, nos amenazó con que si alguno de sus hijos se apropiaba de lo ajeno le ponía la cabeza del revés. Y ella era capaz de hacerlo.

La primera vez que me dieron una propina me acerqué al pariente y le pregunté qué podía comprar con los céntimos que tenía en la palma de la mano. En ese mismo instante se oyó un gran ruido en mis entrañas. No hizo ningún comentario. Me pidió que cuidara el puesto. Se fue enfrente por una barra de pan, se acercó al que lindaba con el nuestro y compró cien gramos de mortadela. A su regreso, de la chaqueta sacó una navaja, partió por la mitad el pan, cortó en rodajas un tomate, el más rojo, el más bonito de todos, repartió el embutido a todo lo largo y me dijo: desde hoy, a esta hora, tendrás tu almuerzo. Te lo has ganado por honrado.

Fue la mejor lección de mi vida. Hasta Pedro aprendió de ella, pues como se acercaba a que yo le diera un cacho de mi bocadillo, el pescadero le preguntó si servía para hacer recados y muy chulo le contestó:

—Soy capaz de todo.

—Pues aprende de tu amigo y no robes.

El de la pescadería debía ser tan brujo como mi madre.

 

© Marieta Alonso Más   

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