Aquel año puse el primer cero a mi edad y para
ayudar en casa comencé a trabajar en el mercado del barrio. Mi madre era
pariente lejana de uno que regentaba el puesto de hortalizas y verduras y le
pidió que me hiciera un hombre de bien. Eran tiempos difíciles. Allí se vendía
de todo: lechugas, tomates, pepinos… Y yo con hambre a todas horas.
Se me hacía la boca agua con lo que fuera, me
daba igual que los tomates fueron rojos, verdes, pequeños o grandes. Aquel
lugar olía a abundancia, era el reino de los olores y mis tripas sonaban como
si no le hubiera echado nada en veinticuatro horas. Así era.
Mi amigo Pedro estaba empeñado en enseñarme a
robar, pero yo me resistía. Mi madre, que para algunas cosas parecía bruja, nos
amenazó con que si alguno de sus hijos se apropiaba de lo ajeno le ponía la
cabeza del revés. Y ella era capaz de hacerlo.
La primera vez que me dieron una propina me
acerqué al pariente y le pregunté qué podía comprar con los céntimos que tenía
en la palma de la mano. En ese mismo instante se oyó un gran ruido en mis
entrañas. No hizo ningún comentario. Me pidió que cuidara el puesto. Se fue
enfrente por una barra de pan, se acercó al que lindaba con el nuestro y compró
cien gramos de mortadela. A su regreso, de la chaqueta sacó una navaja, partió
por la mitad el pan, cortó en rodajas un tomate, el más rojo, el más bonito de
todos, repartió el embutido a todo lo largo y me dijo: desde hoy, a esta hora,
tendrás tu almuerzo. Te lo has ganado por honrado.
Fue la mejor lección de mi vida. Hasta Pedro
aprendió de ella, pues como se acercaba a que yo le diera un cacho de mi
bocadillo, el pescadero le preguntó si servía para hacer recados y muy chulo le
contestó:
—Soy capaz de todo.
—Pues aprende de tu
amigo y no robes.
El de la pescadería
debía ser tan brujo como mi madre.
© Marieta Alonso Más
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