¿Quién ha visto el viento?
Ni tú ni yo lo hemos visto;
pero el viento sopla y
hace que tiemblen las hojas.
Carson
McCullers.
Hoy las puertas cerradas de
mi imaginación se abrieron de golpe. Me llegó un recuerdo. Tenía cinco años
cuando vi por vez primera una foto de mi abuela con Beltrán, su pavo real, al
lado. Parecía una bruja, una bruja
buena, claro; porque en ese mismo instante el viento había deshecho el moño de
su larga cabellera entrecana. Fue la persona más querida, la más alegre, la más
buena del mundo. Para mí.
Estaba enamorada del viento,
de la sensación que deja la brisa al acariciarnos, por eso le gustaba tanto el
otoño. Cada día, camino del colegio, recogíamos las hojas caídas, mientras
nuestra mascota desplegaba su abanico policromado para hacerse notar. Tan
presumido como siempre. Era el momento que la abuela elegía para dar saltitos a
su alrededor, cantar y dar gracias a Dios por lo bien que había hecho el mundo,
por lo hermoso de la vida, y hasta por los disgustos que nos hacían más
fuertes. Yo iba detrás de ella esparciendo al viento las hojas recogidas.
El encanto de esos momentos
acababa cuando se oía a alguien decir: ¡Buenos días, doña Edelmira! Y mi abuela
volvía a ser esa mujer de cierta edad, fina, atenta y educada.
Durante veinte años estuve a
su lado, juntitos los dos, sintiendo su amor y su mano en la mía. Beltrán nos
abandonó, se fue a otra dimensión un día de Acción de Gracias. Eso fue lo que
contó la abuela.
Me costó empezar a buscar mi
nuevo lugar en el mundo sin ella. Pero un día, al abrir la puerta de nuestra
casa la brisa penetró de golpe. Fuera, un pavo real abarcaba la acera, el
dintel, las jambas con su cola desdoblada y me miraba con esos ojos que van del
verde al azul marino, tan parecidos a los de mi querida abuela. Me quedé paralizado
hasta que chilló, graznó, y trompeteó, parecía estar pidiendo compañía. Sin
darme cuenta, de forma impulsiva, abrí los brazos y la alegría volvió a
gobernar en aquella casa.
© Marieta Alonso Más
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