No es una milonga lo que les voy a contar o quizás sí. No estoy segura.
Una noche de lluvia me cambió la
vida y me vi recorriendo las calles de Buenos Aires, cantando Caminito y
subiendo al segundo piso de Corrientes 348. Una noche de lluvia sentí que
volvía a tener amores con un millar de pingüinos, que me subía a lomos de una
ballena y a punto estuve de llegar a la Antártida. Una noche de lluvia me quedé
como un témpano al conocer a Perito, el Moreno. La lluvia, las cataratas me
hacen soñar, así que en un triángulo imaginario puse mis pies en Argentina, el
brazo derecho en Brasil y el izquierdo en Paraguay y caí en la confluencia de
los ríos de Iguazú y Paraná. Mas un día soleado me volvió a cambiar la vida y
regresé a España con la certeza de haber conquistado América. Allá dejé a mis
mejores amigas incubando jacarandas.
Parece que ha dejado de llover. No.
Es un paraguas el que me protege. Tampoco. Estoy bajo los soportales de la
plaza Mayor de mi pueblo. Un vecino me dice que lo cierre que abierto, bajo
techo, trae mala suerte. Le hago caso por si las moscas. Me gusta ver las nubes
corretear, ver cómo caen las gotas, cómo riega las plantas, cómo se la traga la
tierra. Me gusta tanto que sin darme cuenta voy hacia ella, en cuestión de
segundos quedo empapada y eso que el mismo vecino fue en mi busca y me aconsejó
prudencia: puedes coger una pulmonía, resbalar y caer. No tienes edad.
¡Qué lástima! Ya no soy la de antes.
Aquella que se metía en todos los charcos y nunca enfermaba. Recuerdo con
melancolía aquellos tiempos, el rumor de los chorros cayendo desde los tejados
y a las cuatro amigas tomadas de las manos saltando para mojarnos mejor.
© Marieta Alonso
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