Cuando visité el museo Etrusco de Villa Giulia tuve un momento de espanto. Sí, fue delante de la tumba de los esposos. Aquella coqueta señora a la que su hombre parecía haberle ofrecido un regalo en el Mas Allá, era igualita a mi prima Julia. Figúrese el susto. ¡Ella se encontraba allí, a mi lado! Mi temblor se calmó cuando me distraje con la explicación que el guía del museo nos dio sobre aquellas tumbas. Nos habló de cómo era la vida en el tiempo de los que allí fueron enterrados. Al parecer, las gentes etruscas eran presumidas; se maquillaban y peinaban con esmero, vestían con gusto y también se divertían a todas horas. Tanto era así, que hasta la muerte la representaban en una fiesta con su banquete y todo. Viendo a aquella bella dama arropada por su caballero, me dio la impresión de que al menos ellos, iban a continuar con su juerga después.
A partir de aquella visita, mi prima Julia, que también había percibido su parecido con la dama de la tumba, decidió que el espíritu de aquella mujer etrusca se había introducido en ella. Comenzó a vestirse con lánguidas túnicas, a peinarse con trencitas y raya al medio… Por supuesto, decidió que tampoco se perdería ni una fiesta ni un sarao. Tanto la imitó que al igual que la mujer de la tumba de Villa Giulia instaló en su rostro una sonrisa sarcástica, sonrisa que nunca supimos qué significaba. Aunque mi abuela, mujer lista en donde las hubiera, decía que aquel gesto en su nieta no significaba nada, que simplemente Julia era tonta. Yo nunca creí eso. Pensaba que algo más tenía que haber. Y verá por qué lo digo.
Todo hombre que se le pusiera delante a mi prima Julia, y por lo que luego supe también hubo alguna mujer, caía rendido a sus pies. Es decir, la adoraba. Y ella ante aquellos gestos de adoración, decidió que sería una mujer muy mala y egoísta si no les correspondiera. Y con su enigmática sonrisa, añadía que aunque quisiera, no podía amar a uno solo. Al parecer, le daba tanta lástima verlos transidos de amor, que sentía la necesidad de abandonar a aquel que tuviera entre sus brazos para poder consolar a otro.
¿A que nunca conoció nada como esto? Ya suponía yo. Pero todavía hay más.
Lo que me resultó más curioso de la transformación de mi prima Julia fue el comportamiento de los hombres que la rodeaban. Tanto fue así que un día decidí preguntarle a Carlos, mi marido, qué era lo que los de su especie, es decir, los hombres, veían en ella. Él, con una mirada romántica, quizá ingenua, me contestó que su cuerpo y su rostro eran tan hermosos, sus movimientos contenían tal sensual delicadeza, y la estela del perfume que dejaba al pasar era tan embriagadora, que conseguían hacerte soñar con poder abrazarla. Se puede imaginar que la de la sonrisa enigmática en ese momento fui yo. Pero continuemos. Lo que me dijo Carlos era cierto. Solo con tenerla, ellos se sentían satisfechos, por lo que en cuanto se iba a vivir con el que fuera, este, con más orgullo que si de su brazo colgara el de una reina, no dejaba de llevarla a reuniones, a viajes y fiestas.
Mi prima se casó enseguida. Su esposo, de posición muy acomodada, no fue el único. Nadie supo a ciencia cierta cuántas veces contrajo un buen matrimonio. Y era tanta su perfección en el trato y maneras que incluso cuando los abandonaba, conseguía que creyeran que eran ellos los que se iban, con lo que al sentirse culpables siempre le dejaban la cuenta bien arropada.
Entre un marido y otro, Julia nunca abandonó a ninguno de los que tanto la admiraban. Procuraba satisfacer sus deseos, incluso los de aquellos que no eran ricos ni importantes. Como comprenderá la situación de estos últimos no le permitía casarse con ellos, aunque como era tan buena y cariñosa, los cuidaba y trataba como si lo fueran. ¡Ay, los pobres! Cómo la veneraban. Hasta lo poco que tenían se lo gastaban en hacerle los mejores regalos.
Falleció joven. Fue una lástima. Su último esposo se encontraba a su lado. Era un varón nacido en el extranjero, creo que se llamaba algo así como Jürgens. Tengo entendido que apenas pudieron mantener una conversación, pues ninguno conocía el idioma del otro. Quizá por eso fue el marido que más le duró. ¿No cree? Mi prima falleció de repente, por lo que no le dio tiempo a perder su sonrisa. Él se mantuvo sentado al lado del túmulo hasta que se la llevaron. Sin dejar de mirarla, de acariciarla, el rostro de su triste viudo cuadrado, grande como el de un gigante, mostraba la misma sonrisa sarcástica que el de ella.
Y mi abuela, al ver en aquel hombre idéntica sonrisa que en el de la difunta, no dijo que Jürgens fuera tonto. No. Dijo que era porque no se creía su buena suerte. Qué va. Y añadió que esa sonrisa se le había quedado cuando se dio cuenta de que él era el que iba a heredar la fortuna que había conseguido mi prima Julia dejándose adorar por tantos tontos hombres.
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