Amalia apretó el paso. Ya estaba cerca de La
Ribera de Curtidores y, como siempre, solo con oír el bullicio se le pasaron
todos los males. Era para ella una cuestión vital no faltar ni un solo domingo
al Rastro. El trapicheo de ropa, zapatos, quincalla y cualquier objeto de
segunda mano era su debilidad y, en cierto modo, su medio de vida.
A media calle divisó a Fermín que daba los
últimos toques al tinglado, justo enfrente al monumento de Eloy Gonzalo. Allí
estaba con la espalda encorvada, el pelo cano, y sus dedos artríticos. Ya no
eran unos chavales. Él, trece días exactos mayor que ella, le bastaba para que
se creyera con derecho a protegerla. Discutían cada dos por tres, pero como
todo entre ellos se desenredaba con palabras, siempre terminaban riendo.
De niños iban juntos al colegio, cada uno se
casó con el mejor amigo del otro, incluso enviudaron con un mes de diferencia.
Y cuando un día él se enteró de su precaria situación, la animó a que le
ayudara en el puesto. Lo único que tenía que hacer era vender, vender hasta su
alma si fuera preciso. Resultó ser una gran idea para ambas partes.
Desde la calle Juanelo vio venir a dos de sus
clientas habituales. Se sacudió el cansancio y se dio prisa para llegar antes
que ellas. La mañana comenzaba bien. Estaba segura de que la sábana encimera y
la funda que para su ajuar bordó su madre hacía cincuenta años, les iba a
gustar y no pensaba rebajar ni un céntimo.
No es fácil ser viuda y pobre.
© Marieta Alonso Más
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