Padre quería que estudiara
Derecho, madre aspiraba a que me hiciera médico, pero a mí lo que me gustaba
era trabajar la tierra. Desesperados ante mi tozudez decidieron llevarme a las
dos hectáreas de terreno con vides, un arroyo, una ondulante pradera y una casa
destartalada. Era la herencia que mis abuelos le dejaron a su hijo y que no
valoró hasta recordar que podía servir para quitarme de la cabeza la idea de
convertirme en agricultor. Granjero, diría mi madre.
Allí me quedé por vez primera
en mi vida: solo, triste, abandonado y sin dinero. Mis padres calcularon que la
locura me duraría día y medio. Y a punto estuvieron de tener razón, pero un
ángel de la guarda me guio a registrar armarios, estanterías, cajones, una vitrina
(vasar, haría ver mi madre), y para mi sorpresa en todos ellos encontré pañuelos
anudados con monedas suficientes para sobrevivir más de un año. Así que dije
adiós a la pesadumbre.
De inmediato me puse a adecentar
la casa, que si el tejado, que si las puertas no cerraban bien, que si las
tuberías estaban oxidadas, que si una mano de pintura, que si los grifos, que
si una buena limpieza, me costó Dios y ayuda acabar con los ratones, las
serpientes, las telarañas…, creían que aquella era su casa y les tuve que hacer
ver que era la mía.
Por muebles no tenía que
preocuparme y por ajuar tampoco. Comidas y cenas las hacía en la taberna de la
plaza del pueblo. Cada día tenía que andar un kilómetro de ida y otro de
vuelta. Al cabo de dos meses sin descanso la casa quedó como nueva y mi piel se
había vuelto morena.
Ahora le tocaba el turno al
jardín, a la huerta, a las viñas, preparar la tierra para lo que decidiera
sembrar. Y en eso estaba pensando cuando a lo lejos vi venir a un anciano con
su cachava o cayado como lo llamaría mi madre. Ya os habréis dado cuenta que mi
progenitora con las palabras tenía una desquiciante relación.
Aquel hombre que venía a paso
lento se presentó quitándose el sombrero, y dijo ser el mejor amigo que había
tenido el abuelo, que cumpliría 98 años en una semana, que la siembra no tenía
secretos para él, que quería ser mi tutor. Me había estado vigilando desde mi
llegada y por orden suya el tabernero me sonsacó a qué familia pertenecía, lo
que pretendía, si era trabajador... Y había llegado a la conclusión que a pesar
de mi juventud era un buen hombre.
¡Como tu abuelo!, exclamó.
© Marieta Alonso Más
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