lunes, 7 de abril de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez. El farmacéutico

 


Era un pueblo de campo con nombre rimbombante. En una esquina de la calle Real había una farmacia. El boticario era algo cascarrabias y tenía una expresión en la cara, que a veces, dejaba sin palabras. En cambio, María, mi hermana pequeña, lo llamaba tío Pancho. El hombre no tenía hijos ni sobrinos y hacía unos pocos meses se había quedado viudo.

De vez en cuando le daba vitaminas a mi madre para nosotras. Según ella, yo era lo más parecido a un cardo borriquero. Un día el pobre hombre fue a darme un beso y me limpié la cara. Desde entonces ni me miraba, yo a él, tampoco.

Cada mes subía a María a una pesa y anotaba en una libreta el resultado. También en la trastienda, en una pared iba marcando su crecimiento.

De lunes a viernes para ir al colegio teníamos que pasar por delante de la botica. Tanto a la ida como a la vuelta, la empalagosa se paraba a darle un beso y él le regalaba azúcar candi. A mí nunca me dio nada. Siempre estaba detrás del mostrador. Los sábados cuando íbamos al parque infantil, la besucona corría a darle un abracito y le daba lo de siempre. Y le advertía del peligro de impulsarnos tanto en los columpios. También los domingos al ir y al venir de misa la pesada de mi hermana corría a su encuentro.   

Raro era el día que no nos deteníamos a ver un reloj de cuco que había en la pared, a la derecha, a la entrada. Y esperábamos a que saliera aquel pájaro parecido a un cuclillo y nos saludara con su cucú.

Un día mi padre se quedó sin trabajo. Y nos tuvimos que ir al pueblo de los abuelos, muy lejos, en otra provincia. Pero todos los meses mi madre recibía una llamada, hablaba un rato con él y luego llamaba, ¿a quién creen? para que le tirara un beso a través del auricular. Yo esperaba que preguntara por mí, pero nunca lo hizo.

Pasaron los años y un día cuando María iba a cumplir los quince años y yo los dieciocho, nos llamó un notario. Muy circunspecto nos dio una noticia triste y otra alegre: El boticario había muerto y me dejaba heredera de todos sus bienes. Pensamos que era un error. Pero no. Mi nombre completo aparecía en el testamento. Me quedé de piedra.  

Gracias a él pude ir a la Universidad, comprar una casa para mis padres y en ella pusimos en el lugar más destacado aquel reloj que seguía diciendo cucú cada media hora.

Desde entonces, a escondidas, para que mi familia no se entere, lanzo a las estrellas todos los besos que en vida no le di.

© Marieta Alonso Más

 

 

 

 

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