Vituperar, esa fue la palabra que salió de la boca de su madre. Una palabra que había oído a su tía hacía tiempo y que ese sábado, a Elena, mientras miraba la cometa, le revoloteó en su cabeza igual que una paloma malherida.
Al hablar del concurso de cometas, solo tenía el recuerdo infantil que se acomodaba en un verano lejano. El único que fue con su madre al pueblo. Lo que rememoraba con claridad era la cara desencajada de esta cuando la agarró casi con violencia de una mano.
—Esta misma noche tú y yo nos largamos de este pueblo de miseria —soltó enrabietada.
La niña sintió una sacudida electrizante en el brazo que la asustó.
—Nunca debí volver —oyó sollozar a su madre esa noche insomne.
Vivían en una ciudad pequeña del sur de Francia con su padre, un notario respetable y corpulento. Hablaban entre ellos mezclando el español y el francés con la soltura de un idioma común, casi secreto. En agosto se llenaba de veraneantes para en invierno quedarse un tanto vacía, pero a Elena no le importaba retomar el ritmo apacible, protegerse de la lluvia bajo los soportales al volver de la escuela y ver desde la ventana de su cuarto las luces de los pesqueros en el puerto.
—Eres igual de tranquila que tu padre.
Esta frase la repetía su madre después de que él se hubiera ausentado de la mesa. Al hacerlo recordaba la pesadez de un animal prehistórico un poco adormilado, pero en su cara mofletuda y amable siempre despuntaba una sonrisa. Elena sentía que su padre levantaba a su alrededor una especie de aire protector hacia ella que la llenaba de seguridad y de una ternura cabal. Al pasar a su lado siempre le acariciaba la cabeza y susurraba ma belle petite.
Notaba hiriente la mirada de la madre y un gesto de inquietud se insinuaba en su cara, muy leve, casi imperceptible, pero Elena lo reconocía y dudaba detrás del tazón de chocolate si iba dirigido a ella o a su padre. Sabía que su madre se tuvo que ir a Francia porque en el pueblo no quería ni podía quedarse, le contó una vez la tía Paula que vino de visita.
—Fue muy lista y valiente, pero es que…—le contestó al tratar de saber por qué se había marchado de España.
—¿Por qué? —insistió la niña.
Por qué, por qué. Era demasiado curiosa, le dio un toque con el dedo en la mejilla, pero ya tenía edad para saberlo. Las cosas se complicaron en el pueblo y ese hombre, maldito sea, era demasiado poderoso. Se echó hacia atrás en el sillón en el que estaba sentada. Y malvado también. Casi mata a su madre porque no se quiso ir con él y encima, la vituperaron los charlatanes. Y ella se vino a trabajar aquí, continuó satisfecha, conoció a mesié Segú o Seguí o como se diga y se quedó tan contenta y hecha una señorona.
—Él es una bella persona —terminó señalando a un indefinido lugar.
Los pasos contundentes que se oían al acercarse su padre siempre ponían a la madre en una situación de alerta, como si temiera algo. Con el tiempo comprendió que era una especie de temor a sí misma, igual que si creyera que la presencia pacífica y silenciosa de ese hombre pudiera evaporarse y surgir otra realidad que solo ella sabía.
Los sábados por la mañana el padre la llevaba a la playa o a un campo cercano a volar cometas, muchas de ellas fabricadas por él mismo en la buhardilla de su casa donde había montado un taller de oficios, como él lo llamaba. A ella le gustaba mirarle cuando encolaba telas o papeles sobre estructuras ligeras de madera y, poco a poco, fue aprendiendo también a hacerlas. La madre subía a veces y recordaba en rudo francés que en su pueblo hacían un concurso de cometas en verano.
—¡Como a veces hacía tanto viento! —aseguraba soñadora y una dulzura inusual bañaba su rostro.
Parecía más joven, más hermosa, cuando hablaba de esas cometas. Algún año el cielo casi desaparecía con los colores. Era la cosa más bonita que había visto nunca.
—¿Por qué no vamos? —preguntó Elena.
Era la mañana de un lluvioso sábado en que los tres se encontraban alrededor de la cometa en forma de paloma que el padre estaba acabando. Se miraron por encima de ella y, en un tono de forzada broma, él aseguró que sería muy buena idea que la pudiera hacer volar el verano siguiente en el pueblo de su madre. La mujer se puso tensa.
—No tiene ninguna gracia —aseguró—. No pienso volver.
—No era una gracia, es una oportunidad de perdón. ¿No crees que ya va siendo tiempo? —remató con dulzura mientras clavaba una grapa en el bastidor.
—Pero me volverán a vituperar —aclaró en español, casi con lágrimas en los ojos.
—Mais non, Elena la hará volar más alta que ninguna. ¿Verdad ma petite?
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