Mientras corría sin descanso calle abajo intentaba
controlar su respiración irregular.
La fatiga le impedía pensar qué recorrido la alejaría más
rápidamente de sus persecutores y esa falta de seguridad y orientación
comprometía el éxito de la escapada. Temblaban sus piernas a punto ya de
agarrotarse, de sus cabellos desgreñados emergían abundantes gotas de sudor que
atravesando el arco de sus cejas ralas se introducían en los ojos irritándolos
aún más y produciendo un gran escozor. La fuerte lluvia caída a última hora de
la tarde había dejado charcos de barro por doquier, verdaderas trampas
pedregosas donde al introducir los pies había caído un par de veces lastimando
sus rodillas.
Ignoraba donde se encontraba, a qué
desconocido lugar le habían conducido sus captores. Ya al final del estrecho y
sucio callejón vio que se internaba en campo despoblado. No veía luz alguna
adonde dirigirse en busca de ayuda, refugio o protección. Comenzaba a pisar
hierbas, primero suaves, mullidas: diez pasos más allá, comenzó a tropezar con
vegetación de más altura. Aún así siguió corriendo, su falda desgarrada dejaba
al descubierto sus muslos doloridos, sus rodillas arañadas por la furia salvaje
que la había mancillado. No era el momento de pensar en sus heridas, solo
quería ponerse a salvo, impedir una nueva embestida brutal sobre su sexo; no
sentir el dolor físico y el profundo asco que le hiciera vomitar mientras la
penetraban.
Ahora la vegetación era más alta y oponía
una mayor resistencia a la fuga que intentaba. La humedad reinante se unía al
propio sudor confiriendo una calidad pastosa a su saliva. Había pasado ya el
momento de las lágrimas. La ira inicial se iba trasformando poco a poco en
cansancio intemporal, como si arrastrara siglos de angustia en el intramundo de
su mente. Un nuevo tropiezo la llevó de nuevo al suelo, quiso abandonarse sobre
la mojada hierba y descansar. Mas repentinamente, abandonó la idea, el hecho de
ser allí encontrada no la acuciaba tanto como aquella fuerza interior que le
ordenaba no ceder, no rendirse y continuar airadamente en pie para impedir que
aquel momento la marcara para siempre.
Levantó la vista y solo halló rojizas
nubes bajas que se destacaban amenazantes sobre su cabeza. Comenzó entonces a
experimentar serenidad. Una nueva sensación le permitía entonces reordenar sus
pensamientos. Se puso lentamente en pie, su diestra intentó sin conseguirlo
llevar parte de su apelmazada cabellera tras la oreja derecha. Comenzaba a caer
la lluvia fría. Echó a andar sin elegir el rumbo, lo importante era alejarse y
no olvidar, alimentar aquel agrio y duro sentimiento que brotaba en ella y que
a partir de entonces reordenaría la calidad de sus relaciones con los hombres.
© Ramón L. Fernández y Suárez
Persecución
por Ramón L.
Fernández y Suárez
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