EL CUADRO
"La belleza perece en la vida,
pero es inmortal en el arte."
Leonardo Da Vinci
Dentro de aquella tela se encontraba realmente incómodo. Llevaba varios
siglos arrodillado, al lado de una hermosa dama y de dos niños. Le parecía
estar despertando de un letargo duro y enigmático. El tiempo, en el interior de
aquella cueva, hacía varios siglos que se había detenido. Sin embargo, todavía
recordaba la primera sesión donde con una mano sujetaba la cintura a uno de los
pequeños. Después de tantos años, se había creado un punto de inflexión entre
el espacio exterior y el cuadro donde él moraba, un punto impregnado de algo
que se colaba en los poros del lienzo, de sus ropajes, de su carne. No habría
sabido precisar si se trataba de un fenómeno natural o de una emanación
desconocida. Lo que sí estaba claro era que, desde el momento en el que aquella
imprimación le penetró, se dio cuenta de su estatismo, de su encierro y de su
planitud.
Movió ligeramente el ángulo de sus ojos buscando la causa de su
despertar, y la vio al otro lado, ajustando el caballete en la posición
adecuada para recibir la luz.
Aquella mañana la pintora había madrugado algo más de lo habitual. Se sentía
especialmente excitada por la sesión, la última de su trabajo. Había dejado
para ese día la cara, la parte que más admiraba. Preparó las mezclas con
parsimonia, con el rigor de un ritual a punto de consumarse, pues los colores
podían variar de un día para otro si la luz no caía sobre la paleta con la
misma inclinación. Se colocó frente al cuadro y cerró los ojos para evocar el
mismo estado de ánimo de los días precedentes. Al instante, su amor por la
belleza magnífica de aquel ser se intensificó más que cualquier otro día. Desde
el principio decidió que no pintaría a la Virgen de las rocas ni a los dos
niños. Solamente a aquel ser extraordinario. Y cargó su pincel con la mezcla de
óleos precisa para intentar reproducir la textura de aquellos párpados, su
cadencia, sus curvas exquisitas.
Al tocar con la pintura el lienzo para delimitar el perfil inconcebible de los
labios, el modelo sintió la caricia de un beso y su carne se llenó de volumen.
A la artista le pareció que el original se había estremecido y se afanó
aún más en recrear la ligereza de los rizos, la delicada inclinación de la
cabeza, el divino abandono..., en cada trazo.
Por fin, él pudo incorporarse por completo y la vio de frente,
hermosa y brillante, con un vestido blanco de seda y un pañuelo anudado a los
cabellos, y desde el cuadro le tendió una mano que rebasó la pared.
Ella dejó sus pinceles y se acercó para ofrecerle la suya. Cuando sus
dedos se tocaron, el pie de ella se elevó, delicado, para entrar en el recinto.
A Belén Hernández Moura,
para que encuentre el lienzo
donde pueda vivir feliz.
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