I
Corría la cuarta década del siglo
XIX y en las Antillas el negocio del azúcar ampliaba su horizonte exportando la
producción no solo a las metrópolis europeas, sino también al mercado
norteamericano en expansión aunque, las más de las veces, burlando
prohibiciones establecidas por el régimen colonial que las regía. Los
productores isleños multiplicaban sus esfuerzos para acrecentar sus capitales y
capacidad de producción. Los gobiernos coloniales tenían la especial misión de
controlar el comercio e impedir el contagio de las ideas autonómicas e
independentistas que desde 1812 recorrían el continente iberoamericano. Estas tensiones de carácter económico,
político y social dominaban la dinámica de un país en formación, sobre el que se
ejercían múltiples presiones exteriores.
La base social sobre la que
gravitaba todo aquel difícil equilibrio, el principal elemento productor de la creciente riqueza, era la
mano de obra esclava que desde tres siglos atrás venía nutriendo las haciendas,
las minas y las plantaciones de todo el nuevo mundo. Sobre ellos recaía el mayor
peso del trabajo creador y se cimentaban la organización política y la
estructura social impuesta desde la ribera opuesta del océano. Para ellos nunca
se legislaron normas que atenuaran sus desgracias como a principios de la
colonización se hizo con los indios; aunque también es sabido cómo eran
burlados tan dignos empeños por parte de aquellos a quienes estaban dirigidas.
Toda esa suma de pulsiones se cuantificaba con mayor rigor y gravedad en el
caso concreto de cada hacienda, de cada propietario… de cada mayoral. Para ello
se aplicaban castigos corporales como recursos de disciplina correctora y,
asimismo, para atemorizar y prevenir cimarronadas.
Cimarrones hubo desde que se
implantó el sistema, y estos fugitivos, semovientes “jíbaros”, tal era su condición
jurídica, siempre fueron cruelmente perseguidos. Su eliminación física no era
aconsejable. Se les necesitaba para trabajar y engendrar hijos que prolongaran
el sistema. Cuando, hacia mediados del siglo y por motivos económicos, los
promotores de la trata pasaron a hacer valer la cara opuesta de la moneda
aparentando ética filantropía, todo el
andamiaje del sistema comenzó a desmoronarse y la inestabilidad que ello
conllevaba aceleró la crispación de aquella compleja realidad.
II
De los campos del Bayamo surgió
una figura legendaria. Ya mis abuelas relataban que sus padres les contaron una
historia, nunca escrita, de un héroe nacido en el lejano Dahomey. Apresado,
arrastrado y encadenado en la bodega de un barco cuya bandera ostentaba la
piadosa doble cruz de San Andrés. Con veinte pares de negros fue subastado en
un puerto y destinado a una hacienda de la provincia oriental. Como era fuerte
y rebelde, le asignaban los trabajos más penosos en los campos del ingenio.
Tenía duras las manos y encallecidos los pies. La mirada hostil de sus ojos
inyectados le granjeaba más azotes que a sus compañeros de tez.
Kata Keitia fue siempre un rebelde
que a sus trece años ya andaba a solas por las tórridas selvas africanas. Por
separase de su gente, fue apresado por guerreros de otra tribu quienes le
llevaron a la costa y le vendieron por un puñado de baratijas y de trapos
inservibles para el clima tropical. Dentro de la fétida bodega en que cruzara
las aguas del Atlántico comenzó a gestar todo el rencor que años después
explotaría desatando el terror en las comarcas orientales. Corría el año de
1834 al llegar al país que como destino le impusieron compatriotas y negreros.
III
De Don Miguel Tacón Rosique,
capitán general de la colonia entre 1834 y 1838, decíase que la gobernaba “a
taconazos”. Su misión principal: mantener el status quo de la colonia a todo trance, sin miramientos y sin
flojedades. Los criollos conspiraban y urdían sublevaciones. Los autonomistas
esbozaban tímidamente su ideario y los vecinos poderosos alimentaban todo
intento desestabilizador en pro de su expansión territorial.
En los estrechos barracones, el
terroso suelo se humedecía de lágrimas y de sudores. Viviendo en ellos, Kata
Ketia, ya crecido, y precozmente endurecido, fomentó una rebelión sofocada sin
piedad. Una mañana tormentosa de septiembre se desunció del cepo que le
atenazaba y en su huída hacia los montes arrastró consigo a media docena de
improvisados insurgentes. En contra suya, los perros orientaban las partidas de
sicarios que perseguían a los fugitivos. Con las piernas desgarradas por la
acción de la maleza y los colmillos, alcanzaron una precaria libertad en campos
batidos sin descanso por sus perseguidores.
Parecía no haber fuerzas
represivas suficientes para reconducir tanto desafuero. Cimarrones y
conspiradores, aunque no al unísono, ponían en riesgo los designios del
gobierno de su majestad, la reina regente. A las partidas desafiantes se unieron
pronto otros nuevos alzados con su negra carne ensangrentada y pringada en
heces y sudores. El pánico acució entonces a las clases acomodadas de las
provincias orientales. El recuerdo de la revolución haitiana, treinta años
atrás, hizo cerrar filas en torno al poder establecido. A la cabeza de la
desafiante rebeldía, cual un Espartaco mandinga, Kata Keitia, machete en mano,
abría caminos a su gente descabezando culebras y mastines en lucha desorientada
y desigual contra todo un tricentenario historial de látigos, cepos, cadenas,
espinas y colmillos siempre aterradores.
El gobierno colonial se empleó a
fondo. La sublevación de aquellos cimarrones terminó con el sacrificio de sus
más destacados promotores. Los poderes coloniales lograron hacerse temporalmente
con la situación. El príncipe de la manigua pagó con su sangre la osadía de
atentar contra el sistema y el general Tacón fue relevado en el paisaje isleño
llevando, como premio, el incierto título de Marqués de la Unión de Cuba y
Vizconde del Bayamo.
Príncipe de la Manigua por Ramón L. Fernández y Suárez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Registrado en el Registro de Autores de la Comunidad de Madrid, España.
© Ramón L. Fernández y Suárez
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