Cape Cod al atardecer Edward Hopper |
Mi mujer quiere más al
perro que a mí. Todo estaría bien si ella se ocupara de darle la comida,
bañarlo y quitarle las pulgas. No. Eso me toca a mí. Ella solo se entretiene en
sacarlo a pasear. Están todo el dichoso día, una detrás del otro; le acaricia
el lomo; le besa el hocico; hasta por las noches duerme a los pies de su cama.
Charla con sus amigas de
lo inteligente, guapo y cariñoso que es. No hay en el mundo otro que lo iguale; a mí nunca
me ha sobado la espalda; nunca ha dicho una lisonja sobre mi persona; no me
besuquea, no me achucha. No. Soy un cero a la izquierda.
Se acomoda en su sillón
favorito y el perro se le sienta encima. Juntos frente al televisor escuchan la
novela que emiten por las tardes y si comienza la música que da inicio al
episodio y no está en su sitio, el perro la trae a rastras, para no perderse ni
una coma de lo que dicen. Se quedan como en trance. Si cuentan algo triste mi
mujer llora y el perro mirándola con ojos de pena, gime.
Debo tomar una
decisión. No sé de quién divorciarme, si de mi mujer o de la Organización
Nacional de Ciegos, que fue quien le proporcionó al perro.
© Marieta Alonso
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Grave. El amor es.... ciego.
ResponderEliminarNo es tan grave. Con amor todo se allana. Un saludo
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