El Relojero Norman Rockwell |
El señor Goldenberg tenía las manos
nudosas y unas orejas tan grandes como su nariz. Su tienda, abarrotada de
enseres, estaba en un pequeño subsótano al final de la séptima avenida, junto a
Central Park. Al regresar del colegio, me gustaba detenerme ante su escaparate
y adivinar para qué servirían esas cosas.
No era buena la fama del Sr. Goldenberg;
huraño decían unos, avaro, declaraban otros; nunca una sonrisa que me invitara
a pasar, aunque me veía a través de la luna, tarde sí, tarde no.
La oportunidad llegó cuando una tarde, mi
padre, para que lo dejase seguir viendo el partido de los Knicks, me regaló un
reloj que había pertenecido a mi abuelo y que no funcionaba. No era una
reliquia, ni siquiera una joya familiar, pero era mi primer reloj y la
oportunidad de entrar en la tienda.
-Te has decidido –dijo cuando la
campanilla de la puerta sonó y, con respeto, me acerqué a su mesa.
Sus ojos se veían muy grandes a través de
las gafas. Recogió el reloj que le extendí sin atreverme a hablar.
-Es antiguo, y bonito. ¿De dónde lo has
sacado?
-Era de mi abuelo, no funciona. ¿Podría
arreglarlo?
Abrió un cajón del que sacó diminutas
herramientas. Sus dedos las movían con rapidez dentro del mecanismo, yo miraba
esos rodamientos girar hacia delante y hacia atrás; allí estaban mi abuelo, mi
padre con pantalón corto y ese hermano al que nunca conocí; Nueva York cubierta
de nieve y gente con abrigos raídos haciendo cola delante de los comedores
sociales. Entonces, levanté los ojos y pregunté:
-Sr. Goldenberg, si un reloj marca las
horas, ¿es una máquina del tiempo?
Su boca dibujó una sonrisa y me invitó a
un batido en la cafetería de al lado.
© Liliana Delucchi
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