Naipes del Tarot. La Estrella |
Acabo de cumplir ochenta
años sin darme cuenta. Sentado en un banco de madera espero en la puerta del
colegio a mi nieto. Sale siempre corriendo y como temo que con ese ímpetu me
haga caer, procuro no levantarme hasta que me abraza y me besa. ¡Vaya! Para
llevarme la contraria, hoy viene despacio mirando un lagarto que trae en la
mano. Con esa cara de pillo es igualito a mí cuando tenía su edad. No duda en
lanzarme el saurio a los pies y tengo que agacharme para recogerlo. Él tenía
que salir corriendo detrás de las palomas.
Nos vamos a casa y le doy
de merendar. Comienza hacer los deberes y yo me siento en mi sillón preferido a
la espera de sus padres. Sin darme cuenta la cabeza se me va a sesenta años
antes. Siendo un emigrante sin techo amanecí un día con tal hambre que me
abracé a un bolso y salí corriendo. ¡Ay, de mí! Lo único que encontré fue una
cartera con unos céntimos que no llegaban a la peseta, una foto con dos niños y
unas cartas del Tarot con su libro de instrucciones. Por inercia, barajé los
naipes. Saqué una. Resultó ser la de una muchacha desnuda, arrodillada frente a
un riachuelo vertiendo agua de dos jarras. En el cielo hay ocho estrellas con
ocho rayos cada una, la más grande podría ser la de los Magos, me dije. Busco
el significado ¡Caray! El sol brilla en mi camino y yo sin enterarme. Si hasta
la esperanza la tengo detrás de mí. Tantas estrellas de ocho puntas debe ser
bueno. Pinto un ocho en horizontal en la esquina inferior derecha para que se
convierta en el símbolo del infinito. ¿Será mi día de suerte?
Como todo es cuestión de
actitud decido devolver el bolso a la propietaria. ¡Total para lo que hay! Solo
me guardo esa carta en el bolsillo, junto al corazón. Regreso al parque, la
anciana está relatando su pérdida a otros amantes del sol, va muy bien vestida y
me recibe con llantos y abrazos. Su mayor tesoro era la foto. Me premia con quinientas
pesetas que se sacó de una faltriquera muy bien disimulada. Para mí aquello era
una fortuna, y de la alegría me ofrecí para cualquier trabajo, de cuidador, sin
ir más lejos.
Se quedó pensativa y
preguntó dónde podría hallarme. Su voz tan dulce me desmoronó. Miré a ambos
lados, sentí vergüenza al contestar que dormía en una esquina de la Puerta de
Alcalá, la más cercana a la calle Alfonso XII. ¡Vamos!, que allí tiene su casa,
me pareció educado decirle. No tuve necesidad de seguir hablando. Aquella mujer
me llevó al Banco del Comercio, que hoy ya no existe, y preguntó por su hijo. Le
habló tan bien de mí que esa misma mañana comencé a trabajar como mozo de limpieza.
Busqué una pensión. Me puse
a estudiar por las noches. Ascendí a otra categoría y a otra más. Me casé con
la secretaria del director y formé una familia de la que el último vástago es
mi nieto al que hoy, por si me muero mañana, le voy a entregar esta carta que
tanta suerte me ha dado en la vida.
© Marieta Alonso Más
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