Pórtico de las Cariátides |
María
Fernanda, allá por los años treinta, marchó a trabajar como modelo a Madrid, a
una casa taller de alta costura que no tenía renombre, pero sí una selecta
clientela de alto copete.
Yo
me vine con ella a instancias de mi tía, su madre, que tenía miedo a que
viniese sola por los peligros que corre una chica de diecisiete años, con una
buena figura y una cara preciosa, en la capital. Mi tía era de las que
levantaba el mentón y decía que, por mucho que se necesitara el dinero en casa,
había que mantener en alto el buen nombre de la familia.
Lo
que mi tía no sabía es que yo a mis veinte años no era la compañía más adecuada
para la ingenua de mi prima. Me catalogaba como una chica moral, responsable, atributos
que siempre se le endilgan a la más fea del pueblo. Por cierto me llamo
Clotilde, y en el ámbito de mi profesión soy Clot.
Así
que alquilamos una habitación con derecho a cocina en un barrio céntrico de
Madrid, y María Fernanda comenzó a trabajar en el taller. Mientras tanto yo me
encargaba de la limpieza de la habitación, de hacer la comida y de ganarme la
vida.
No
había pasado un mes cuando necesitaron en el taller una buena planchadora. Mi
prima dijo que tenía a la persona adecuada. Es verdad que todo lo que hago lo
hago bien. Y pensé que con probar no perdía nada, ya que mi trabajo siempre lo
tengo a pie de calle.
Enseguida
que entré en aquel taller (Mª Fernanda le llama atelier), me di cuenta de las
grandes posibilidades que teníamos. Entre dibujante, costureras, planchadora,
modelo y dueña no llegábamos a diez personas. A las clientas se les notaba la
riqueza hasta por los poros. Los maridos fluctuaban entre diferentes edades. Un
vejestorio, en particular, bebía los vientos por María Fernanda. La puse al
tanto, la muy boba ni cuenta se había dado. Con esos trajes maravillosos y
desfilando por el salón, se subía a las nubes y de allí no había quien consiguiera
bajarla. Menos mal que lo que yo le decía iba a misa, así que le comenté que no
pasaría mucho tiempo sin que don Generoso, abuelo, padre y esposo de las
mejores clientas del taller, la invitase a cenar a un restaurante.
−Dile
que no. Tienes que darte a valer.
María
Fernanda pensaba que tantas delicadezas de don Generoso, tantas sonrisas, no
era otra cosa que la quería como a una de sus nietas. Le expliqué con lujo de
detalles que, como decía un tal Jacinto Benavente, en esta vida todo son
intereses y un poco de amor a veces. Ninguna de las dos conocíamos al ilustre literato,
pero un cliente en pleno acto me había soltado eso, y desde entonces yo lo
repetía.
Y
no pasaron ni dos días sin que María Fernanda viniese a la plancha a decirme el
disgusto que se había llevado Don Generoso por su negativa.
−Tú
dale tiempo al tiempo −le aconsejé−, si mañana viene con un regalo acéptalo,
después de hacerte de rogar un buen rato.
Al
día siguiente Don Generoso se presentó con un reloj de pulsera. Mi prima se lo
devolvió. Había tergiversado mi consejo.
Como
esta prima mía no tiene maldad, a la siguiente invitación le dijo a Don
Generoso, que no podía aceptar salir con él. Yo le había dicho que, ya que era
virgen, debía cotizarse al alza, y que probar tan exquisito manjar bien merecía
que le comprara a sus padres una casa en el pueblo. Cuando me dijo lo que había
dicho me tapé la cara con las manos y pensé que don Generoso pondría los pies
en polvorosa. ¡Me equivoqué! Don Generoso volvió al día siguiente y le pidió conocerme.
Tras
las presentaciones, llamaron a mi prima para que paseara un vestido y don
Generoso y yo nos quedamos solos. Como no tengo pelos en la lengua, me dirigí a
él con total claridad. Estuvo de acuerdo conmigo en que, si conseguía la
mercancía, tendríamos la escritura de una casa. No salió de su asombro cuando
le expliqué que la escritura debía estar a nombre de María Fernanda, que yo no
necesitaba nada de él.
Y
pasó lo que tenía que pasar, con la única diferencia que María Fernanda pidió
que la escritura fuese a nombre de sus padres porque nunca habían tenido nada y
ella quería darles esa alegría.
Resultó
que don Generoso se enamoró y le compró un piso a María Fernanda, porque el
sitio donde vivía no era apropiado para ella. Lo que no se imaginó don Generoso
es que yo fuera en el lote.
Los
años fueron pasando con sus visitas al piso de placer. Él se sentía un ser
afortunado porque María Fernanda era discreta, fiel y nunca le pedía nada. Yo
era otro cantar porque, aunque me hacía invisible ante don Generoso, una vez al
mes me mostraba para hablar de negocios.
Al
cabo de veinte años, mi prima tenía a nombre de sus padres una casa, a su
nombre un piso, unos ahorros bastante sustanciosos y hasta un local en la mejor
calle de Madrid, donde pusimos una tienda de ropa. A sus treinta y siete años, María
Fernanda dejó de desfilar porque una servidora, le había hecho ver a don
Generoso lo tranquilo que él se iría al otro mundo si pudiera dejar a María
Fernanda en una situación holgada. Sin carencias, ella no tendría necesidad de caer
en brazos de ningún otro.
A
los pocos meses mi prima se quedó viuda sin haber sido esposa, y muchos de los
amigos del difunto pretendieron ocupar su lugar, pero se encontraron siempre conmigo.
−María
Fernanda, ahora, protegida a nivel económico, debe aspirar a ser amonestada y
casada.
Y
uno de ellos la llevó al altar.
Aunque
tengo piso propio, María Fernanda no me permitió que la abandonase, así que lo
alquilé. He cuidado a cuatro niños como si fueran míos. Y lo mejor de todo: María
Fernanda es recibida con respeto por lo más alto de la sociedad.
Yo
sigo al lado de quien es lo que es. Gracias a mí, que era lo que era.
©
Marieta Alonso Más
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