Era invierno. El frío se
colaba por las rendijas hiriéndome la cara, las manos y el trocito de pierna
que se quedaba al aire entre los calcetines y el pantalón. Estaba aburrida y
cansada de tanto esperar. No sé qué hacía allí, encaramada en nuestra única
maleta. Mi mamá me aconsejó no tocar nada. Nos vamos a otro país en busca de
una buena vida, eso lo dijo papá y mamá contestó que era lo mejor que se podía
hacer si queríamos salvar el pellejo. Estoy triste. No tengo con quién jugar. No
hay ningún niño a la vista. Y como mis padres están nerviosos, es mejor que me
aleje de ellos no sea que reciba una regañina. Al no tener nada que hacer, me
tumbé en el suelo, y me dormí.
Recuerdo ese día como si
fuera ayer ¡Y ya han pasado setenta años! Aquella niña hoy habla, sueña y piensa
en francés. Con mis padres fue distinto. Ellos no llegaron a aprender bien el
nuevo idioma, lo chapurreaban, con terminar las palabras en “e” pensaban que les
entendían. Lo que sí hicimos siempre fue comer en español: cocido, tortilla de
patatas, paella.
Con ellos hablaba nuestra
lengua materna y con los demás en mi idioma de adopción. Cuando teníamos que
hacer alguna gestión en la escuela o ir al médico, les servía de intérprete desde
bien chiquita. En el mercado, al principio, mi madre se hacía entender por
señas, pero luego aprendió las palabras necesarias para comprar.
Trabajó en una fábrica de
cerveza y regresaba a casa agotada, mi padre como era un gran mecánico, entró
en Peugeot, y a la noche se desplomaba estrepitosamente en su sillón preferido.
−Da gracias a Dios que no
tienes que estar en la construcción−, le reconvenía mi madre.
Los años fueron pasando y
mis padres no dejaban de mirar hacia España. Yo, en cambio, con la vista puesta
en París me fui a estudiar a la Sorbona. Me casé con un chico francés, a pesar
de que mis padres pusieran el grito en el cielo.
−Ahora sí que nunca
regresaremos a nuestra tierra. Entre Franco que no se muere y la niña que se
casa, ¡apañados vamos!− rezongaba mi madre.
En mi nuevo hogar pasar de
una lengua a otra era lo habitual, así mis hijos tuvieron dos idiomas sin
grandes esfuerzos y pudieron comunicarse con los abuelos, que les enseñaban a
cantar villancicos, coplas, a bailar la jota y a comer como es debido.
Hoy regreso a España con uno
de mis hijos, el soltero, que a sus muchos años no quiere dejar de cumplir lo
que prometió siendo niño a los abuelos: volver en su nombre.
Y me siento extraña.
© Marieta Alonso Más
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