De re coquinaria. Manuscrito de Apicius. Imperio Romano siglo I |
Dicen que el ser humano es
capaz de percibir hasta 10.000 olores diferentes. Aunque lo que me resulta más
fascinante es que nuestro cerebro tenga la cualidad de almacenarlos y
conectarlos con nuestros recuerdos.
Tan sólo un instante de exposición a un olor
cualquiera, a ese aroma concreto, hace que de inmediato revivamos un
sentimiento, que devolvamos a nuestro pensamiento un recuerdo único, guardado
en nuestra mente bajo llave durante años, pero capaz de ser rescatado por
nuestras facultades olfativas.
Si pudiera escribirse a modo biográfico un libro
de aromas, de perfumes, de fragancias, de cada uno de nosotros, tendríamos sin
dudarlo la colección de obras completas de nuestra vida. No se me ocurre forma
mejor. Ni siquiera a través de la imagen. Los olores tocan la parte irracional
de nosotros mismos. Te trasladan de inmediato al lugar, al momento y al estado
emocional en el que percibiste aquella experiencia olfativa por vez primera.
Además, aunque enseñemos este preciado libro a aquellas personas con quienes
queramos compartirlo, seguiríamos sin desvelar por completo la intimidad de
nuestras vidas. Para entender bien este libro se requiere de la interpretación
de cada aroma por parte del lector, y como la conexión con las sensaciones
producidas por éste sólo la poseemos nosotros, siempre será en cierto modo
nuestro libro secreto. Cada uno puede conocer los perfumes que han ido creando
a la persona que nos ha prestado su libro. Puede oler aquellas páginas que más
le gusten repetidas veces pero, para interpretarlos, para comprenderlos de
verdad, siempre acabará recurriendo a su propia experiencia sensorial, a su
propio cajón de recuerdos, por lo que se trataría también de una lectura única,
original y diferente para cada uno de nosotros.
El libro olfativo de la
historia de mi vida, en sus primeras páginas, huele al mar Mediterráneo, a la
sal de sus aguas sobre mi piel, al cubo de playa azul que usaba para llevar los
anzuelos y la masilla los días de pesca, y que solía traer de vuelta más vacío
que el de mis primos. Huele a las tapas de migas, de jibia o de paella que
comíamos en los bares algunos domingos, después de ir a misa o a la playa.
Huele a los cromos de la serie televisiva V que conseguía comprando con la
propina la revista Tele Indiscreta. Huele al desierto de Almería. Si pasamos la
hoja, cambiaremos también de paisaje, y de clima. Os daré algunas pistas.
Puede
que, si entrásemos en la casa de mi abuela Eutiquia en pleno invierno estuviese
encendido el hogar bajo nuestros pies y que oliera a leña quemada. Como sería
inevitable tener que agacharse para no darnos en la cabeza con las ristras de
chorizos que, de un lado a otro del comedor, secarían tras la matanza. El
zaguán de la casa de mi abuela olía a leche hervida recién ordeñada por la
mañana, vete a saber si a cangrejos con arroz o a sopas de ajo al mediodía y a
chocolate con pan a la hora de la merienda. Su pueblo también olía a alfalfa y
a boñigas de vaca. A margaritas en primavera y a otras flores más dulces por
San Miguel. Y a los tradicionales café, copa y puro del bar de la plaza.
Incluso un verano, durante todas las vacaciones, no se marchó el olor a quemado
de un pajar que había ardido por completo durante una noche.
La hierba de las
eras de Tierra de Campos huele distinto al césped recién cortado. A ese de los
jardines y de los campos de fútbol. Nunca olvidaré el olor a césped del
Santiago Bernabéu, ni el sonido provocado por el golpeo de balón de los
futbolistas que viví por primera vez gracias a mi tío Miguel una noche del mes
de agosto de 1988. Aunque el olor a bocata de tortilla también me recuerda a
esos días de fútbol. En realidad, la tortilla de patatas me recuerda al fútbol,
a los días de piscina, a las cenas en familia y con amigos…
Menos a los viajes
que hacíamos en tren, porque esos eran bocadillos de tortilla francesa.
Escribiendo este breve relato sobre los aromas de mi infancia, me he dado
cuenta de que muchos de aquellos recuerdos tan agradables, tan entrañables, son
comunes a lo que es España culinariamente. Es la historia de sus alimentos y de
sus gentes. No es casualidad que, con apenas seis años, en lugar de estar
jugando o buscando leña con mis primos un día de campo, estuviera junto a mi
abuelo Ramón ayudándole a hacer una paella dominguera, o que cualquier fin de
semana de esos que pasaba en su casa de Madrid, la cocina oliera a cocido
madrileño o a canela y leche frita, del mismo modo que tampoco lo es el hecho
de que más tarde yo terminara por hacerme cocinero.
Habrá quien pueda decirme
que he hecho trampas. Que durante todo el rato he estado hablando de sabores en
lugar de olores. Y algo de razón tienen, desde luego. Pero, ¿cómo es esa
sensación de llegar a casa de alguien y saber qué hay de comer antes de que os
lo digan?
© Alberto Martínez Ibañez
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