Era una mujer tímida, amable,
incapaz de un exabrupto. Quien bien la conociera jamás la tomaría por tonta,
pero alguien podría pensar que al ser tan discreta se la podría apabullar con
facilidad. Craso error.
Ni siquiera sus padres y
hermanos llegaron a percatarse de su carácter como lo había conseguido su abuela.
Bastaba que ella hiciera alarde de callada y recatada, para que la abuela bajase
la vista y sonriera. Luego con el pretexto de rezar las oraciones de la noche,
se iban juntas a dormir y la anciana le susurraba al oído:
‒¡Qué fingida eres, mi niña!
Esa era la palabra mágica
para dar rienda suelta a sus conversaciones secretas, comentando con lujo de
detalles lo hablado en las tertulias vespertinas, con las amigas sentadas a la
puerta de la casa, unas veces bordando y otras tejiendo. Si se quería pasar desapercibida
era mejor no cruzar por aquella calle. También hablaban de lo sucedido en la
escuela y de sus compañeros de clase.
‒Abuela, ¿por qué la Paca finge
ser amiga de la Manoli?
Ahuecando la almohada,
pensaba cómo le diría a una niña de diez años, que la hipocresía era una de las
tantas caras de la mentira. Que la Paca condenaba el adulterio mientras lo
cometía con el marido de la Manoli. Que las dos sabían perfectamente lo que
estaba ocurriendo, pero una de ellas no se daba por enterada por la cuenta que
le traía.
‒Abuela, ser íntegra debe ser
muy agotador ¿verdad?
‒Y que lo digas, mi niña,
pero hay que intentarlo.
Los años fueron pasando
demasiado rápido, la abuela murió y la nieta sentía que le hablaba desde el más
allá, cada vez que su comportamiento rayaba la hipocresía.
‒¡Qué bien que no se oye lo
que piensas! ‒le asaeteaba una voz como si controlara la risa.
Y ella invariablemente le
contestaba:
‒¡Ay, abuela! ¡Cuánto te echo
de menos!
© Marieta Alonso Más
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