martes, 13 de mayo de 2025

Malena Teigeiro: El día de Todos los Santos

 


Lo primero, poned más velas, razonó mi abuela sin tener en cuenta que en el altarcillo ya no cabía una más. Ella creía que haciendo aquello llamaba poderosamente la atención de los del Mas Allá. Sin embargo, mi tía abuela, su hermana, siempre crítica o quizá un poco envidiosilla del marido de la otra, entre suspiros y miradas a techo, decía que su cuñado había sido el hombre más bueno y cabal que había conocido. Luego, con un brillo especial en la mirada, añadía: fijaos si sería bueno, que hasta tuvo la delicadeza de irse antes de ponerle los cuernos a mi hermana. Luego, acababa rezongando que como se pusiera una vela más, iba a haber un incendio y no precisamente en el infierno.

Todo aquello venía porque era día de Todos los Santos, es decir, el Día de Difuntos. Y en esa fecha mi abuela, como todos los años, además de ir al cementerio a dejar un gran ramo de flores y de llorar una hora delante del hermoso y tétrico panteón familiar, encima de la mesa del comedor montaba un altar con la esperanza de que su difunto esposo viniera a visitarla. En él, alrededor de un gran retrato de su marido, el abuelo Paco, colocaba flores, una caja de cervezas y cuencos con taquitos de queso y jamón, su aperitivo favorito. Ponía también las fotos de todos nosotros. Ella decía que, como cuando se fue, y se persignaba con un pequeño rezo, sus hijos apenas eran unos niños, y claro, tampoco había nacido ningún nieto, no fuera a ser que al ver una familia tan grande, pensara que esta —aquí siempre daba pataditas en el suelo con la punta del zapato— no era su casa y pasara de largo.

Cuando ellos contrajeron matrimonio, según decían, Paco tenía una gran fortuna, y mi abuela, de familia pobre, pero de gran belleza, también tuvo la fortuna de que la viera y se enamorara de ella. Según contaban todos, aunque duró poco fue un matrimonio muy feliz. Ella no tenía ningún reparo ni pereza a la hora de obsequiarlo con cualquier capricho que él pudiera tener, por ejemplo, cuidando con esmero sus comidas, pues al decir de todos, Paco era hombre comilón. Le gustaba sentarse a la mesa y disfrutar con una buena carne y un buen vino rodeado de sus amigos. Y sin duda fue eso lo que lo llevó a la tumba. Sí. Le dio un infarto mientras degustaba un cordero asado, rodeado de cebollas, patatas y pimientos fritos. Según él, lo indigesto de aquellas comidas era la grasa que, decía, él aniquilaba con unas hojas de verdísima lechuga.

Al parecer, en eso de la lechuga no llevaba razón, porque su fallecimiento sucedió justo después de haberle dado a su fiel Raimunda cuatro hijos. Y digo justo, porque mientras mi abuela daba a luz, Paco y sus amigos, se hallaban en la taberna celebrando el nacimiento de mi tío Pepito con un asado de chancho.

A partir de entonces, la abuela Raimunda colocaba aquel altar todos los años, varios días antes del Día de Difuntos. Cada vez era más grande, con más comida y más velas. Y en tanto el altarcito estaba en la casa, ella a diario cambiaba los alimentos, a diario rellenaba los vasos de vino, y al llegar el dos de noviembre, desde bien temprano se sentaba delante del altar. Llorosa, hipaba y rezongaba: Paco, por favor, aunque solo sea una vez, vuelve y dame el abrazo que tu muerte impidió. Ese abrazo de felicitación por nuestro hijo que a mí tanto me gustaba. Ese que a la vez que me apretabas contra tu pecho, me besabas y me mordías la oreja susurrándome palabras de amor. Y de paso, sóplame al oído donde guardaste aquellos doblones de oro que me regalaste cuando nos casamos y que decías eran por si en algún momento tenía yo una necesidad. Y no es que la tenga, que me arreglo bien, pero, por si acaso, ¿no crees que debería conocer el escondite?

© Malena Teigeiro

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