Entradas agotadas, reza una banda que
atraviesa el cartel que anuncia la actuación del Mago Clemente.
Satisfecho, el manager entra en el camerino de un joven que se está
poniendo la pajarita, y que de reojo lo mira, lo estudia. Son aliados,
pero no amigos…, cosas que nos da la vida sin pedirlas, pero que ahí
están, tan intangibles como el polvo que nos rodea y que solo vemos a
través de ese rayo de sol que entra por la ventana.
—Éxito total— dice el hombre mayor, mientras saca del bolsillo de su frac un reloj de oro —lo has logrado, nos haremos ricos.
Lo sabía desde el momento en que lo descubrió, con ese ojo que sabe ver lo que otros no vislumbran.
—Hazme caso, muchacho, y la vida te dará todo lo que le pidas.
El otro mantiene un silencio apenas roto
por las gárgaras para hidratarse la garganta; un ligero temblor en las
manos y el parpadeo de sus pestañas inducen al agente a abandonar el
lugar, no sin antes recomendarle que se dé prisa, que solo faltan cinco
minutos y que atrapará por completo al público con el número final de
las estrellas que salen de la manta.
No es un truco, piensa Clemente, es magia de verdad.
Se lo había enseñado su abuela Tina, en
la playa, hace ya muchos años, cuando él era un niño y corría por la
orilla levantando el agua. Como estrellas, decía la anciana.
Sentada en una silla de mimbre, la
mujer hunde los pies en la arena tibia. Un par de viejos vestidos
floreados de algún algodón barato son su uniforme. Vive parcamente, como
suelen hacer aquellos que ya no se han de quedar mucho tiempo. Solo es
pródiga con los niños, sus niños. Ellos son su puente, el nexo de unión
que aún la retiene.
A lo lejos, el mar devoraba la luz del
atardecer mientras tímidas olas lamían la orilla. Es la hora de los
juegos y ellos corren arrastrando gotas que parecen perseguirlos. El mar
era consentidor de aquellas diversiones y apenas interrumpía con el
rumor de olas, sus risas y gritos. Ella estira la mano y, a pesar de la
distancia, parece acariciarlos. En eso se ha convertido su vida: en algo
lejano, donde apenas caben algunas satisfacciones que los años espacian
a voluntad.
Quedan pocos días, piensa, pronto
volverán a sus casas, al colegio y tendré que esperar al próximo verano
para disfrutar de su inocencia. Y, ¿tendré ese tiempo necesario para
volver a verlos? Pero, la sola visión de sus nietos corriendo por la
playa, disipa las nubes en su mente. “Ellos son, yo ya fui y así debe
ser” repite a modo de salmodia.
Un picnic de despedida. Es lo que va a
organizar, un picnic de despedida en la playa. Contará con la ayuda de
su asistenta, esa mujer gruñona que, aunque se queja de que los nietos
de su ama le dan mucho trabajo, también los echará de menos.
—Nos quedamos tan solas durante el
invierno, Señora. —Como siempre las palabras eran pocas, pero las
miradas…, las miradas lo decían todo. Eran ese vínculo silencioso,
omnisciente, que por momentos las unía y en otros… Mucha vida había
transcurrido entre ellas, habían sufrido pérdidas y alegrías, habían
vivido.
Las cestas han quedado vacías. Estos
niños lo devoran todo. Claro, con la energía que gastan. Tina no deja de
mirarlos. Sus imágenes atraviesan los párpados entreabiertos y los
cierra con fuerza, para retenerlas, para que no se vayan cuando los deje
en la estación con las recomendaciones de siempre: “Estudiad, sed
buenos y obedientes y no olvidéis rezar todas las noches.”
Clemente vuelve hacia donde está la anciana y se sienta en el suelo.
—¿Sabes, abuela? Yo seré mago y cuando
sea famoso vendré a buscarte y recorremos mundo, como hacías con el
abuelo. Iremos a París y a Egipto y a los mares del Sur. Ya lo verás, de
verdad. Y así tendremos historias que contar a mis hermanos, sobre todo
a Pedro, que es tan aburrido.
Ella recuerda los trucos que su difunto
marido les enseñaba durante las noches, antes de mandarlos a la cama con
un libro. Monedas que aparecían detrás de las orejas, globos que salían
de los floreros, copas que caminaban sobre el mantel de hilo.
—Anda, déjate de tonterías y ayúdame a
recoger. Pon los cubiertos y las servilletas dentro de las cestas y
luego, tú desde una punta y yo desde la otra, sacudiremos la manta.
Era de algodón, y las rayas azules y
moradas parecieron saltar al cielo cuando entre los dos la levantaron.
Arriba y abajo, arriba y abajo y, de pronto, un montón de estrellas
diminutas quedaron suspendidas en el aire, en una cúpula que daba brillo
a sus caras.
Paralizado, el niño extiende el brazo para coger un puñado de ese polvo brillante. Mira a la anciana, que sonríe.
— Éste es mi verdadero regalo de
despedida. Y no es un truco, pequeño aspirante a mago. Llévate la manta
y, cuando me eches de menos, despliégala y cúbrete de estrellas.
El tiempo transcurrió sin prisas. Los
días se convirtieron en meses y estos en años. ¿Quedaba algo de aquel
niño que corría por la playa? El público, de pie, aplaude a Clemente.
Sus cabezas giran mirando el techo del teatro, donde miles de
luciérnagas vuelan como en una noche de verano. Entre la gente, el joven
cree ver una cara redonda y blanca, de generosa sonrisa y orgullo en el
pecho. Sus ojos quedan fijos en la imagen y susurra: “Es todo tuyo,
Tina”. Le lanza un beso, hace una reverencia y desaparece entre
bambalinas.
Entradas agotadas, reza una banda que
atraviesa el cartel que anuncia la actuación del Mago Clemente.
Satisfecho, el manager entra en el camerino de un joven que se está
poniendo la pajarita, y que de reojo lo mira, lo estudia. Son aliados,
pero no amigos…, cosas que nos da la vida sin pedirlas, pero que ahí
están, tan intangibles como el polvo que nos rodea y que solo vemos a
través de ese rayo de sol que entra por la ventana.
—Éxito total— dice el hombre mayor, mientras saca del bolsillo de su frac un reloj de oro —lo has logrado, nos haremos ricos.
Lo sabía desde el momento en que lo descubrió, con ese ojo que sabe ver lo que otros no vislumbran.
—Hazme caso, muchacho, y la vida te dará todo lo que le pidas.
El otro mantiene un silencio apenas roto
por las gárgaras para hidratarse la garganta; un ligero temblor en las
manos y el parpadeo de sus pestañas inducen al agente a abandonar el
lugar, no sin antes recomendarle que se dé prisa, que solo faltan cinco
minutos y que atrapará por completo al público con el número final de
las estrellas que salen de la manta.
No es un truco, piensa Clemente, es magia de verdad.
Se lo había enseñado su abuela Tina, en
la playa, hace ya muchos años, cuando él era un niño y corría por la
orilla levantando el agua. Como estrellas, decía la anciana.
Sentada en una silla de mimbre, la
mujer hunde los pies en la arena tibia. Un par de viejos vestidos
floreados de algún algodón barato son su uniforme. Vive parcamente, como
suelen hacer aquellos que ya no se han de quedar mucho tiempo. Solo es
pródiga con los niños, sus niños. Ellos son su puente, el nexo de unión
que aún la retiene.
A lo lejos, el mar devoraba la luz del
atardecer mientras tímidas olas lamían la orilla. Es la hora de los
juegos y ellos corren arrastrando gotas que parecen perseguirlos. El mar
era consentidor de aquellas diversiones y apenas interrumpía con el
rumor de olas, sus risas y gritos. Ella estira la mano y, a pesar de la
distancia, parece acariciarlos. En eso se ha convertido su vida: en algo
lejano, donde apenas caben algunas satisfacciones que los años espacian
a voluntad.
Quedan pocos días, piensa, pronto
volverán a sus casas, al colegio y tendré que esperar al próximo verano
para disfrutar de su inocencia. Y, ¿tendré ese tiempo necesario para
volver a verlos? Pero, la sola visión de sus nietos corriendo por la
playa, disipa las nubes en su mente. “Ellos son, yo ya fui y así debe
ser” repite a modo de salmodia.
Un picnic de despedida. Es lo que va a
organizar, un picnic de despedida en la playa. Contará con la ayuda de
su asistenta, esa mujer gruñona que, aunque se queja de que los nietos
de su ama le dan mucho trabajo, también los echará de menos.
—Nos quedamos tan solas durante el
invierno, Señora. —Como siempre las palabras eran pocas, pero las
miradas…, las miradas lo decían todo. Eran ese vínculo silencioso,
omnisciente, que por momentos las unía y en otros… Mucha vida había
transcurrido entre ellas, habían sufrido pérdidas y alegrías, habían
vivido.
Las cestas han quedado vacías. Estos
niños lo devoran todo. Claro, con la energía que gastan. Tina no deja de
mirarlos. Sus imágenes atraviesan los párpados entreabiertos y los
cierra con fuerza, para retenerlas, para que no se vayan cuando los deje
en la estación con las recomendaciones de siempre: “Estudiad, sed
buenos y obedientes y no olvidéis rezar todas las noches.”
Clemente vuelve hacia donde está la anciana y se sienta en el suelo.
—¿Sabes, abuela? Yo seré mago y cuando
sea famoso vendré a buscarte y recorremos mundo, como hacías con el
abuelo. Iremos a París y a Egipto y a los mares del Sur. Ya lo verás, de
verdad. Y así tendremos historias que contar a mis hermanos, sobre todo
a Pedro, que es tan aburrido.
Ella recuerda los trucos que su difunto
marido les enseñaba durante las noches, antes de mandarlos a la cama con
un libro. Monedas que aparecían detrás de las orejas, globos que salían
de los floreros, copas que caminaban sobre el mantel de hilo.
—Anda, déjate de tonterías y ayúdame a
recoger. Pon los cubiertos y las servilletas dentro de las cestas y
luego, tú desde una punta y yo desde la otra, sacudiremos la manta.
Era de algodón, y las rayas azules y
moradas parecieron saltar al cielo cuando entre los dos la levantaron.
Arriba y abajo, arriba y abajo y, de pronto, un montón de estrellas
diminutas quedaron suspendidas en el aire, en una cúpula que daba brillo
a sus caras.
Paralizado, el niño extiende el brazo para coger un puñado de ese polvo brillante. Mira a la anciana, que sonríe.
— Éste es mi verdadero regalo de
despedida. Y no es un truco, pequeño aspirante a mago. Llévate la manta
y, cuando me eches de menos, despliégala y cúbrete de estrellas.
El tiempo transcurrió sin prisas. Los
días se convirtieron en meses y estos en años. ¿Quedaba algo de aquel
niño que corría por la playa? El público, de pie, aplaude a Clemente.
Sus cabezas giran mirando el techo del teatro, donde miles de
luciérnagas vuelan como en una noche de verano. Entre la gente, el joven
cree ver una cara redonda y blanca, de generosa sonrisa y orgullo en el
pecho. Sus ojos quedan fijos en la imagen y susurra: “Es todo tuyo,
Tina”. Le lanza un beso, hace una reverencia y desaparece entre
bambalinas.
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