No era un auténtico café, era un bar como los demás, pero
todos le llamaban «El Café». En la época de la que os hablo, lo regentaban
Rufino y su mujer Petronila, Petrola en confianza. Esta era el alma del
establecimiento: alta y fuerte, con un ojo de cristal, que miraba fijamente a
ninguna parte, tenía buen corazón y buena mano para la cocina. Sus guisos eran
célebres y celebrados por todos los clientes del Café a quiénes ella tenía
encandilados con sus saberes culinarios.
El local estaba situado en la calle Mayor, cerca de la
plaza de la iglesia. Era un establecimiento pequeño, cabían apenas seis mesas
de mármol y unas cuantas sillas, además del mostrador de madera, tras el cual
se alineaban las botellas de anís del Mono y otros licores. Un perchero, unos
cuantos carteles de nitrato de Chile distribuidos en las paredes y una estufa
de leña, siempre encendida en invierno, hacían del local un sitio acogedor.
En una de esas mesas, la que estaba más cerca de la
estufa, se reunían los asiduos: Florencio el viudo, el tío Miguelón, fuerte
como dos álamos juntos, el viejo médico, don Jesús, Félix el carpintero y mi
padre. Todos iban a hacer «la partida» por las tardes y allí se pasaban las
horas muertas hasta la hora de cenar. Con frecuencia, mi madre nos mandaba a mi
hermano el pequeño o a mí a buscar a mi padre al Café. Recuerdo aquellas noches
oscuras y frías en las que volvía con mi padre a casa. Recuerdo, sobre todo, cuando él me arropaba
con su pelliza, a mí me encantaba el olor a tabaco negro y a leña quemada que
despedía.
A mi padre, la cena de casa siempre le sabía insípida,
deslavazada, agua chirle, cuando la
comparaba con los guisos de Petrola y mi madre, que estaba más que harta de
aquellas comparaciones, llegó a coger un poco de manía al Café, a los
tertulianos y, sobre todo, a Petrola de la
que estaba un poco celosa.
Jugaban a las cartas como siempre, aquella tarde aciaga, en
que se ahorcó el herrero y, no dejó ni una carta de despedida para su mujer y
sus hijos. Se desató una discusión sobre la valentía o cobardía de los
suicidas, pero no se pusieron de acuerdo. El médico decía que los suicidas estaban
cansados de vivir y que por eso ponían fin a su vida, el tío Miguelón dijo que
era una cobardía. Petrola, con su ojo de cristal que miraba fijamente a ninguna
parte, preparó enseguida una perola de estofado de patatas para llevar a los
hijos del ahorcado.
Mientras, no paraba de decir:
─ ¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Qué desgracia tan grande!
© Socorro
González-Sepúlveda
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