Aquí estoy. Sin saber hacia
dónde tirar. Dejé el nido tras una seria conversación con mi madre que me dijo
que había llegado el momento de levantar el vuelo. Con lo cómodo que estaba no
me apetecía nada, pero las cosas son así, no todo es para siempre.
Cansado tras el largo viaje,
comer, dormir…, era cuanto necesitaba. Me acerqué a una bandada de pájaros,
allí tendría que haber comida y así fue. Sacié mi hambre, y siendo previsor llevé
algo de pitanza a un lugar solitario al pie de una cerca.
Los días iban siendo más
largos y recordé las palabras de mi madre cuando dijo que no me preocupara, que
el instinto me diría lo que tendría que hacer en cada momento, pero en aquel
instante lo que sentía era nostalgia de mi hogar.
Una leve llamada me despertó,
al principio imperceptible, después se fue haciendo más fuerte. Miraba a un
lado y a otro, pero estaba solo. Era como si naciera desde mi interior. Era la
señal de mi primer ciclo de reproducción. No lo sabía y me turbaba esa ansiedad,
ese nerviosismo como si estuviera en peligro.
La llegada de ella fue como
si mi infancia terminara, como si la hubiera estado esperando toda la vida. Un
minuto antes picoteaba la comida solo y dormitaba más solo todavía. Un segundo
después, una preciosa hembra estaba allí, a poco menos de un metro de distancia,
emitiendo un armonioso canto y balanceándose. Por un instante nos miramos, me
sonrió y me sentí capaz de volar miles y miles de millas. El viento nos
acariciaba, el color ocre de la tierra, el verde de los cereales, el rojo de
los frutos colgando de los árboles, era como si emitieran una dulce melodía.
Nunca había experimentado ese
impulso nupcial y, de repente, se desencadenaba. No sabía qué hacer, por lo que
volé hacia mi escondite gastronómico y tomé un pequeño insecto con el pico. Dudé
un instante, pero algo hizo que me contoneara yendo hacia ella y con mucha
timidez se lo ofrecí. Inclinó su cabeza como si fuera un pichón mendigando un
bocado y nuestros picos se unieron.
Con ese simple acto me ofrecí
como compañero de vida y ella me aceptó. Comenzó nuestro idilio. Al caer la
tarde alcé el vuelo trazando círculos en torno a mi pareja, silbando muy suave.
Ella voló conmigo, unos pocos centímetros detrás, como siguiendo mi huella y
nos dirigimos hacia una ladera cubierta de pasto.
Esa noche dormimos muy juntos,
apretaditos uno contra el otro, cuello contra cuello. La luz del día nos
iluminó y nos pusimos a trabajar en nuestro primer nido de amor. Debía estar
listo para esa época de crianza que se avecinaba.
© Marieta Alonso Más
Un cuento precioso. Felicidades, amiga Marieta.
ResponderEliminarMuchas gracias querida Blanca. Tu comentario me ha hecho feliz.
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