Mis sueños se desplomaron aquella fría mañana
en que, de repente, averigüé, que en vez de ser una guapa estudiante de astrofísica
era un simple filamento de metal. En un extremo afilado y en el otro, un
agujerito para insertar un hilo que servía para coser. Y también para mirar el
mundo a través de los finos trabajos que una dulce joven iba haciendo muy
despacio.
La curiosidad innata en mí por las vidas
ajenas y la certeza de que no estaba en mis manos convertirme en lo que no era,
me ayudó durante muchos años a escuchar a Lucrecia, hoy anciana, que en cada
puntada recordaba sus vivencias.
‒Mi madre me enseñó todo lo que sé ‒decía
justo en aquel momento en que la aldaba de bronce sacudió la puerta de madera.
Se puso en pie enderezándose poco a poco. Ya
derechita, fue a abrir a quien al parecer tenía mucha prisa. Se encontró frente
a una mujer muy elegante, que entró preguntando por la dueña del
establecimiento. Esa señora que tiene fama de hacer maravillas con sus manos y
una aguja.
Que me mencionara hizo que sintiera simpatía
hacia ella. No todo el mundo se acuerda de alguien tan insignificante como yo,
y oí a los hilos condolerse: De nosotros no ha hecho mención y también somos
importantes. Los mandé a callar.
Explicó que la mayor de sus hijas iba a
contraer matrimonio y quería un ajuar digno de una princesa. Las referencias
que tenía sobre la dueña de aquella mercería le habían hecho recorrer muchos
kilómetros. Sacó del bolso fotografías, dibujos y una lista astronómica de todo
lo que quería. No iba a reparar en gastos.
−¿En qué fecha se efectuará el enlace?
−Dentro de diez meses.
Lucrecia tocó un timbre que estaba debajo del
mostrador y apareció su sobrina Emilia a la que puso al tanto de todo y comenzó
la búsqueda de telas apropiadas, mientras ella volvía a su mecedora conmigo, con
el bastidor, el dedal y sus memorias.
«Me enamoré muy joven y los dos soñábamos con
grandes y divertidas aventuras, pero llegó la guerra y lo destrozó todo».
La verdad era que yo estaba más atenta a lo
que hablaban Emilia y la señora elegante que a Lucrecia con las repetitivas historias
de su triste vida.
Como el invierno había
llegado antes de lo previsto todo estaba en silencio, pero a pesar de la
quietud, los caprichos de aquella clienta estaban poniendo nerviosa a Emilia.
No daba pie con bola con lo que realmente quería.
‒Tiene que ser ‒le explicaba
como si fuera tonta‒ el traje de novia jamás soñado.
Pero ninguno de los diseños
era el adecuado. Así que pinché con delicadeza el dedo de Lucrecia para que
pusiera atención. Iba asintiendo con la cabeza cuando, de nuevo, se puso en pie
enderezándose poco a poco y fue hacia la trastienda, a su dormitorio. Allí
abrió el armario y desde lo más profundo sacó una caja larga, rectangular.
Pidió ayuda a su sobrina que, solícita, llegó de inmediato. Que viniera también
la señora, rogó. Cuando entraron en la habitación pidió a Emilia:
‒Abre la caja, por favor y
extiéndelo sobre la cama.
Fue en ese instante cuando
reconocí aquel maravilloso vestido de novia que habíamos hecho Lucrecia y yo
tantos años atrás. Con la boca abierta se quedó la clienta. No era para menos.
‒Maravilloso ‒bisbiseaba con un
brillo en la mirada y una lágrima a punto de caer‒, es justo lo que buscaba
para mi hija.
Y en aquel preciso instante
me sentí orgullosa de ser lo que era. Pequeña, recta, afilada y con ese agujerito
llamado hondón por el que a veces ya no logra, mi querida amiga Lucrecia, enhebrar
los hilos.
© Marieta Alonso Más
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