Esta historia no debería haber comenzado así, con una
llamada telefónica comunicándome su muerte. Cosa curiosa, no me vienen a la
mente sus últimos recuerdos, una viejecita encorvada, sonriente y sin memoria,
la recuerdo el día de su boda, yo era entonces muy pequeña. La veo con un traje
de chaqueta gris perla, traje de tarde, que la novia se ponía cuando se quitaba
el blanco de la mañana. Alta, delgada, más elegante que bonita, cintura de
avispa, un bolso de viaje en la mano, cogida del brazo del marido recién
estrenado.
Ella estaba destinada a casarse como la mayoría de las
mujeres de la época. No tuvo dificultades, pudo elegir entre varios
pretendientes que acudían atraídos por su fama de «hija de buena familia». Ella
era, ante todo, una mujer inteligente. Se le notaba en su manera de hablar, de
vestir, de comportarse. Leía mucho y a pesar de que no había estudiado, como
sus primas, no desmerecía a su lado.
Vivía con su tío, ya mayor y lleno de manías, y con un
sentido exacerbado del ahorro, que vestía siempre el mismo traje oscuro con
chaleco, que no se quitaba ni en verano. Consultaba continuamente el reloj de
bolsillo. Las horas de las comidas eran sagradas para él. Traía mártires a su
sobrina y al ama, esta era la única que le plantaba cara y le llamaba «viejo
tonto» incomprensiblemente, era a la única que él hacía caso.
De pequeña Rosa había vivido en un ambiente más relajado y
mimada por sus padres. Rodeada de sus cinco hermanas y sus muchas amigas, vivía
despreocupada, bordaba y leía, cantaba en el coro de la iglesia. Fue por entonces, cuando sus padres, faltos de
recursos económicos, se plantearon repartir, parte de su prole, entre sus
parientes ricos para que siguieran viviendo con desahogo y dentro de la
categoría social que les correspondía. A Rosa le tocó vivir con el tío
cascarrabias.
Rosa era muy joven cuando vivió un idilio frustrado. Se
veían a escondidas porque los padres de él se opusieron a estas relaciones,
desde el primer momento. Ella era pobre, él rico. La eterna historia. Ella, con
buen criterio, comprendió que él nunca tendría el valor de enfrentarse a sus
padres para salvar su amor y lo dejó correr. Luego, después de pasarlo mal
durante un tiempo, buscó un marido sólido para casarse, para tener hijos, para
tener casa propia, criados y tierras. No sé si fueron felices, pero se
cumplieron sus expectativas: tuvo cuatro hijos.
Cinco embarazos. Perdió la esbeltez y la cintura de avispa para siempre.
A partir de
entonces, los hijos acapararon todo su tiempo. Ella quiso que estudiaran, pero
no en cualquier parte, en los mejores colegios, en las mejores universidades.
La casa se quedó vacía. A pesar de todo, seguía leyendo y las vidas, que vivía
a través de la literatura, la compensaban de la monotonía de la suya.
Murió su marido y Rosa se quedó sola. Supo por experiencia
propia que ni el amor romántico, ni el matrimonio estable, ni siquiera los
hijos, libran a una mujer de la soledad y la insatisfacción. Quiso quererse un
poco más, darse alguna satisfacción, abrir el horizonte, pero era tarde. Vivía
con el ama a quien ahora había que cuidar. Ayudaba en la parroquia, se ocupaba
de sus flores y seguía leyendo.
© Socorro González- Sepúlveda
No hay comentarios:
Publicar un comentario