Al salir del cine Imperial Paquita tenía una sensación particular. La película, La tentación vive arriba, era buena y divertida, pero los fotogramas que no olvidaba eran los de Marilyn Monroe, entre burbujas de blanca espuma, alzando las piernas en una hermosa y gran bañera.
La casa de su familia en el pueblo no tenía cuarto de baño ni ducha. Y eso que sitio para hacerlo había, porque aunque destartalada, era grande. Utilizaban para unos menesteres la cuadra y para el aseo los barreños que en el patio colocaba su madre. Luego se trasladaron a Madrid en donde, dijo su padre, vivirían mejor. Al principio se alojaron en dos habitaciones de una pensión en la calle Tribulete. El único cuarto de baño de la pensión se encontraba al final del pasillo. Y como era el único, por estricto turno que marcaba la patrona, se utilizaba por todos los inquilinos, excepto la sucia y desconchada bañera. La dueña prohibía tajantemente su uso. Frunciendo su ajada y pintada boca, casi siempre adornada con un repelente vello negro, decía que gastaba mucha agua y si querían bañarse en ella, y ahí juntaba los dedos de la mano frotando uno con otro, tendrían que pagar más. Por lo que sus inquilinos, entre en bidet y el lavabo, tenían que asearse como podían.
Después de dos años, ¡Al fin!, gritaba su madre con las manos juntas como dando gracias al cielo, lograron un piso de sesenta metros en una nueva barriada. El apartamento tenía dos habitaciones, cuarto de estar, cocina y un baño con polibán. Aquella especie de cubeta cuadrada con asiento a un lado y por la que su padre tuvo que pagar un suplemento, para la familia fue el mayor de los lujos. Pero para Paquita el polibán no era suficiente. Desde que cobró su primer sueldo, comenzó a ahorrar para pagar la entrada de un piso en donde instalaría una bañera grande, con patas, y azulejos verde clarito. Su sueño era levantar, brillantes de agua y jabón, las piernas en su bañera llena de blanca espuma. Porque aunque no fueran como las de Marilyn, a diferencia de las demás chicas de su pueblo, las suyas eran largas, delgadas y de tobillos finos. Quizá con los gemelos un poco provocados, pero bonitas.
Pasó el tiempo y Paquita contrajo matrimonio y tuvo hijos. Cada vez se le hacía más difícil comprar aquel piso en donde pudiera instalar la bañera de sus sueños. Pensó en ayudar a la suerte y comenzó a jugar a los ciegos. Su cupón fue premiado varias veces, pero era tan poca la cantidad que le tocaba que decidió pasarse a la primitiva. Siempre antes de adquirir el boleto rezaba y con él en la cartera seguía rezando. Y a pesar del tiempo transcurrido, ella sin cejar en su intento de llamar a la suerte, siguió comprando su boleto con inmensa fe. Y por fin llegó la mañana en la que, al comprobar los números de su papeleta, la máquina dijo que el boleto tenía que cobrarse a través de una oficina bancaria. ¡Por fin podría tener su bañera de patas!, suspiró con los puños cerrados debajo de la barbilla.
Después de adquirir un piso en el centro de la ciudad, en una calle habitada por personas elegantes, lo reformó de arriba abajo e hizo un cuarto de baño pegado a su dormitorio. Para mí sola, repetía con ilusión a quien quisiera escucharla.
Se sintió la mujer más feliz del mundo cuando el maestro de obras le entregó la llave de su recién reformada casa. Acariciando aquellas llaves, se dijo que sería divertido tomar un baño, sin que nadie la viera ni se pudieran reír de su capricho. Al día siguiente, antes de ir a su piso, compró unas suaves y grandes toallas. Alfombrilla y albornoz haciendo juego, cepillo para frotarse la espalda y el mejor gel de baño que había en el mercado, según dijo la señorita que se lo vendió. Polvos de talco y crema hidratante. Con todas sus compras en la bolsa que le colgaba del brazo, giró la llave de su nuevo domicilio. Al abrir la puerta del cuarto de baño se detuvo un momento para admirar la blanquecina claridad que traspasaba los cristales al ácido. Aquel capricho de los cristales había sido muy caro, pero era tan suave la luz que había merecido la pena el gasto, se dijo emocionada.
Con intensa ilusión, Paquita fue colgando la toalla de una percha y el albornoz de otra. Luego colocó la alfombrilla en el suelo. Y mientras iba dejando su ropa perfectamente doblada sobre la banqueta, miraba cómo cubierta por una gruesa capa de espuma blanca, la bañera, poco a poco, se llenaba de perfumada agua caliente. Cuando entendió que estaba suficientemente llena, se recogió el cabello y trémula, se dispuso a entrar.
Al salir de su nueva casa Paquita se fue directamente a una oficina de compra venta de pisos y puso el suyo a la venta. Ya había cumplido su deseo de tener una bañera de patas de hierro. Lo que ella no había previsto fue que sus casi noventa años no le iban a permitir levantar la delgada pierna lo suficiente como para poder introducirse entre aquella gloria de blancas burbujas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario