Al enorme colegio de piedra gris, ubicado en uno
de los barrios más importantes de la ciudad, asistía todo tipo de alumnos,
desde los más pudientes hasta los abandonados de la mano de cualquier dios
perdido.
Don Pelayo —ojos grises, mejillas encendidas y un
gran bigote entrecano— había sido nombrado director gracias a la confianza de
aquellos profesores que tenía a su favor, no muchos pero suficientes como para
haberse alzado con la dirección. Don Pelayo estaba muy orgulloso tanto del
nombre de rey con el que le habían bautizado, como de la gran gestión que
realizaba al frente de aquella institución que, nadie debía engañarse, era
mucho menos favorable de lo que él declaraba y mucho menos eficiente de lo que
sus allegados decían. Ciñéndonos a la realidad, el colegio funcionaba porque
algunos de sus profesores y alumnos lo sacaban adelante a duras penas y con
esfuerzo ya que nada iba bien sino al contrario: los muros se derrumbaban, las
luchas entre el alumnado eran constantes, pocos seguían las normas impuestas,
las aulas se caían a trozos, imperaba la ley del más fuerte, la locura parecía
imponerse por encima de todo, las peleas se acrecentaban, el mobiliario moría
lentamente, las reyertas, las discusiones, las envidias y los encontronazos
entre todos eran el pan de cada día. El profesorado se sentía impotente ante
los innumerables problemas a los que nadie daba solución. Y Don Pelayo cerraba
los ojos y, sentado en su trono de desvaríos, soñaba con coronas de laurel como
los antiguos emperadores romanos.
El día amaneció gris y pastoso. Aquella mañana
impregnada de melancolía Don Pelayo decidió reunir a sus profesores para
comunicarles una idea, genial bajo su perspectiva, con vistas a encarrilar
determinadas asignaturas que, verdaderamente, no funcionaban como debían.
Y
en medio de la expectación que había suscitado el hecho de que Don Pelayo se
interesase al menos por uno de los cientos de problemas que aquejaban al
centro, el director informó con solemnidad a sus profesores que, a partir del
lunes, los libros de las asignaturas que impartían de nombre femenino (como la
literatura o las ciencias) llevarían lazos rosas en las cubiertas y las que
fueran de nombre masculino (como el arte o el dibujo) llevarían lazos azules,
con vistas a concienciar a todos de la importancia que implicaba el hecho de
diferenciar el género de ambos conceptos.
Los profesores, los ojos como platos y el alma
encogida, se miraron unos a otros con incredulidad y permanecieron
boquiabiertos al escuchar tan exultante solución a sus múltiples problemas.
Mientras tanto, Don Pelayo se retiraba sonriente dando por hecho que era el
mejor director que jamás hubiera tenido aquella escuela.
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