Para Marcello
Aurora conocía la excepcional importancia de aquella partitura. Amarilla y ajada por el tiempo, la encontró en el fondo de una caja donde se guardaban los recuerdos de familia, desde fotos a entradas de teatro, billetes de tranvía de alguna ciudad o sellos de correo en desuso. Al igual que la porcelana, la caja pasaba de generación en generación en aquella familia dirigida por mujeres, incrementando su contenido con pertenencias o recuerdos de la nueva propietaria.
El piano era otra de las posesiones que heredaba la hija mayor, el piano y la obligación de tocarlo. Era impensable decir que no. Negarse a acariciar ese teclado, a sacarle su música era como afirmar que no se pertenecía a la estirpe. Y Aurora, como su madre y su abuela antes que ella, tocaba el instrumento. Lo disfrutaba, y lo disfrutaba mucho. De hecho, lo habían colocado en el salón más iluminado de la casa, el mejor decorado, el más cálido en invierno y fresco en verano. Compartía la estancia con Ángel, su marido, quien sumido en las páginas de los libros que leía o escribía, gozaba de las notas que su mujer lograba hacer subir por cortinas y estanterías, como si caminasen por los rincones.
Pero esta partitura era diferente. Era la canción de cuna con la que generaciones iban a dormir. Cuando sonaban esas notas los niños se ponían los pijamas, lavaban los dientes y besaban a su madre con un “hasta mañana”. Aurora y Ángel no tenían niños, por eso ella se negaba a acariciar las teclas para sacarles la melodía de la nana. Pero esa tarde de finales de verano era distinto, algo había en el aire y no era el perfume de las flores del jardín ni el rumor de las hojas. Las cortinas del salón se movieron y la mujer tuvo la sensación de que alguien o algo había entrado. Se equivocaba, la estancia estaba tan vacía como unos momentos antes. No tuvo miedo, su estremecimiento era curiosidad. En silencio, casi de puntillas, se coló por las cristaleras hasta el patio y en el cantero de las hortensias lo vio. Era gris, con rayas blancas y negras, el morro y las patas claras y saltaba atacando a una víbora.
—Te ayudaré —le dijo Aurora al gatito.
Fue en busca de una antigua espada india y entre los dos se hicieron con el reptil.
La mujer se quedó de pie, con el arma en la mano contemplando lo que habían hecho y el felino restregándose contra sus piernas. Fue entonces cuando ella lo invitó a pasar para premiarlo con un paté que tenía guardado y buscar la partitura en la antigua caja.
Ángel escuchó la melodía desde el coche y mientras caminaba hacia el salón, supo que su familia acababa de crecer.
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