No lo puedo evitar. Me
gustan. Todo comenzó en el neolítico cuando empezaron a hilar el lino para el
verano y la lana para el invierno, hasta inventaron el huso y el telar y eso
que yo no estaba allí para incentivarlos. Tampoco es culpa mía que en la
antigua China, alrededor del año 3000 a.C., ya fabricaran tejidos de seda, si
ni siquiera tengo los ojos rasgados. Y con México, qué tengo que ver con México
y sus algodones y fibras sacadas del maguey. Pero mi madre pone en tela de
juicio todo lo que digo.
No es culpa mía este amor por
las telas. Lo es de quienes me bautizaron con el nombre de Atenea, esa diosa
tan diestra con las manualidades. Estoy orgullosa de llamarme así, pero mi
madre que no tiene pelos en la lengua, dice que debió ponerme Aracne, porque
soy tan alocada como ella. Por lo visto, Aracne se creía la mejor trabajando
con el telar y por boca-chancla dijo que era incluso más hábil que Atenea. Para
zanjar la cuestión recurrieron a una competición de telares, que en aras de la
verdad ganó Aracne. Su trabajo era precioso. Los malditos celos hicieron que
Atenea la convirtiera en una araña para que se pasara todo el tiempo tejiendo,
tejiendo sin parar.
Me dio un escalofrío
escucharla. Una cosa es que me gusten las telas y otra muy distinta que me
conviertan en araña. Cierto es que tengo un armario repleto de piezas de casi
todos los tejidos. Pero cada cual colecciona lo que quiere, ¿no? Unos recopilan
sellos, otros zapatos y yo rollos de telas.
Al pasar mi mano por los
distintos tejidos siento el trabajo de todas aquellas tejedoras que se vieron
en la necesidad humana de protegerse del frío, de la lluvia, o también ¿por qué
no?, por el simple placer de lucir esos bonitos paños, y me pregunto qué hablarían
o si habría rencillas entre ellas, si soñaban con desfilar sobre una alfombra
roja como hacen las modelos de hoy en día, o si competirían como lo hicieron
Aracne y Atenea.
© Marieta Alonso Más
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