La noche del festival era una de la más
divertidas en la ciudad. Todo el mundo cubría sus rostros con máscaras extrañas
y era muy difícil adivinar quien se ocultaba tras aquellos misteriosos
disfraces. Había hasta quien pagaba por hechizos para distorsionar la voz y así
evitar romper el misterio. Para muchos, una noche de desenfreno en todos los
sentidos, para algunos (como para él) una para encontrar la más jugosa
información.
Ataviado con un elegante traje de chaqueta
oscuro y una máscara andrógina en la que solo eran visibles sus ojos azules,
nuestro muchacho se internó en la noche sin pronunciar una sola palabra, como un
mero observador de los pecados ajenos. Todo ojos, todo memoria. Plasmar todo lo
que veía en papel era su oficio y, aunque no tuviera pruebas, algunas de las
celebridades de la ciudad eran reconocibles hasta cargadas de artificio.
La mujer del embajador en actitud más que
sospechosa con su dama de compañía, el hermano del difunto duque abusando de
sustancias ilegales o la tierna y virginal hija del capitán de la guardia
bebida como una fulana de burdel eran las historias que más le gustaba atesorar
en sus diarios. Sonreía bajo la máscara, aunque nadie pudiera verlo. Se sentía
en su salsa.
De patio en patio y de perversión en
perversión. Prácticas sexuales indescriptibles, alcohol, comida, drogas
exóticas. Era un deleite, o al menos lo estaba siendo hasta que encontró a su
prometida en brazos de su mejor amigo.
Los hubiera reconocido en cualquier parte: el
largo cabello rubio de ella cayendo más allá de sus caderas y los dientes de
perlas de él. Todavía no había empezado el verdadero espectáculo, pues aún
hablaban muy cerca él uno de la otra. Ella meneaba la melena en actitud coqueta
y él asentía cada vez más cerca de su boca.
Cuando lo prendieron unos minutos después ni
siquiera fue consciente de haber sacado la pistola y haberle descerrajado dos
tiros a su amigo en el estómago. No recordaba el momento. Ni eso ni haberla
cogido a ella del cabello y haberle arrancado la máscara para encontrarse con
una cara que no era la que esperaba. Era una muchacha hermosa, de rasgos
delicados rotos por el dolor, pero no era su Camelia.
Se volvió hacía el hombre que se desangraba en
el suelo, como si el contacto de la mujer le quemase, y entonces se percató de
que su cabello era negro como ala de cuervo y no castaño como el de su casi
hermano. Se volvió, confuso, y unas manos fuertes lo rodearon para evitar que
escapara mientras los gritos de la joven se volvían más y más estridentes. El
tipo del suelo ya no se movía.
—¡Ha matado a mi esposo, ha matado a mi
esposo, asesino!
La observó atónito y cayó en la cuenta que
había acabado con una persona inocente, que había matado a alguien que ni
siquiera conocía.
En su celda, una pequeña estancia de color
gris con una ventana diminuta y más barrotes de los que había visto en toda su
vida, aún se maldecía por sus actos. Actos que no alcanzaba a entender. Ni lo
habían drogado ni él había tomado nada de manera consciente. Se mesó el cabello
oscuro y dejó que su mirada se clavara en el suelo, donde acababan de aparecer
unos delicados zapatos negros casi ocultos por un vestido del color de las
llamas. Fue subiendo poco a poco los ojos hasta encontrarse con el rostro de
Camelia, de su Camelia real. Estaba sola, ningún guarda la custodiaba y lo
observaba con los ojos entornados.
—Por todos los dioses, Camelia, ¿qué ha
ocurrido? —ella sonrió, con un gesto que no era su dulzura habitual y se
acuclilló para quedar a su altura.
—Has revelado tu verdadera naturaleza. La de
un loco homicida —su voz sonó tan empalagosa que el joven abrió los ojos, más
sorprendido que asustado.
—¿Qué…?
Ella dejó escapar una cruel carcajada y sus
ojos se convirtieron en dos esquirlas de hielo.
—Cuando me conociste me preguntaste si nos habíamos
visto antes. Te dije que no, pero mentí.
El joven no tuvo réplica. Ella apretó sus
manos en los barrotes.
—Cuando aún te considerabas alguien decente me
llevaste ante la justicia y yo te juré que volvería. Que me vengaría de ti y de
todo lo que amases.
—No es posible. Estás muerta, te vi arder —él
se negaba a creer, pero ella asintió, casi divertida.
—Viste lo que yo quise que vieras. Pero
tranquilo, porque eso ya no importa.
Ha llegado tu hora y, ¿sabes qué? Voy a
encontrar a ese bastardo tuyo que tan bien ocultas y voy a destriparlo.
—¡Te mataré, Némesis! —chilló él, que lanzó su
cuerpo hacia delante para tratar de alcanzar una de las manos de su prometida,
aunque ella ya le daba la espalda y se encaminaba a la salida. —¡Juro que te
arrepentirás!
—No, no lo harás y morirás en esta celda.
Que el cuerpo del joven fuera encontrado sin
vida dos días después no sorprendió a nadie. Aún unos meses después, los
carceleros se preguntaban de dónde había sacado el cuchillo y como había tenido
tanta sangre fría como para clavárselo tres veces en el estómago.
© MJ Pérez
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