A Elena I. para celebrar con
ella el mes de abril
Adela se quedó sorprendida de
que aún florecieran esas humildes margaritas cuyo auténtico nombre no conseguía
recordar. Los rosales que había plantado ¿treinta y cinco, cuarenta años
atrás?, se habían secado la mayoría y los que sobrevivieron adquirían un
carácter salvaje, casi amenazador.
Se sentó en el escalón del
porche y contempló lo que quedaba de ese jardín, dando la espalda a la casa que
encontró, cómo diría, pretenciosa, de mal gusto, descuidada. Todo cabía para
calificar lo que habían hecho con ella. Recordaba el mimo con el que había
cuidado cada detalle cuando la decoró.
Ella tuvo la voluntad de
construir allí un refugio, un lugar de encuentro familiar. Ernesto, su marido,
se negó. Era un hombre que negaba mucho, negaba todo por principio, casi como
un tic para luego, si salía bien lo propuesto, hacer suya la idea. Al comienzo
de su matrimonio Adela se desesperaba, pero luego comprendió que para Ernesto
era una manera de sobrevivir, casi de afirmar su existencia.
—Querido ¿a qué me estás
diciendo no? —le preguntó una mañana hacía también treinta y muchos o cuarenta
y pocos años.
Cuando vio la cara de
sorpresa que puso ante su pregunta, comprendió que el “No” suyo no implicaba
negación, era una simple respuesta, quizás una manera de oír su voz. Porque
Ernesto era poca cosa de aspecto. No era alto, sin llegar a bajito, enjuto de
carnes, de ojos soñadores y voz de barítono, bellísima, sorprendente en ese
físico que tiraba a enclenque. Y como espíritu, quitando su amor a la poesía y
su habilidad en el juego de cartas, tampoco sobresalía gran cosa. Aunque su
carácter bondadoso, apacible y romántico hacía muy llevadero el yugo
matrimonial. La casita de marras la hizo suya mostrando a quien quisiera verlo
la belleza del jardín, las margaritas que había plantado, los rosales
trepadores encargados a Inglaterra, las piezas de cerámica antigua…
Sin embargo, Ernesto tenía un
pero. Inevitable se decía Adela, todos los hombres tienen uno. El suyo era el
peligro de su habilidad con las cartas. Se lo jugaba todo. Esa casa la pudieron
comprar después de una buena racha.
Una mañana del mes de abril
apareció un señor muy correcto, vestido con traje negro, seguido dos alguaciles
en cortejo fúnebre, que le comunicó en un tono procesal.
—Señora, lo siento —bajó la
cara y Adela se fijó en lo estrecha que era su frente—. Esta casa está
desahuciada.
—No puedes ser. Es un error
—clamó ella sosteniéndose en el dintel de la puerta—. Voy a llamar a mi marido.
El hombre de negro, correcto,
con una lúgubre a la vez que tierna firmeza, le aseguró que era inútil. Su
marido, señora, se halla en busca y captura por deudas de juego. Adela notó un
leve apoyo en el codo antes de derrumbarse. Era la mano del hombrecillo que la
sostenía, acostumbrado como debía de estar a que las mujeres se le desmoronaran
con estas nefastas noticias de las que era portador.
Y así fue. De un golpe sin
casa ni marido. Pasaron los años y aquel lugar, enseguida en otras manos, se
había transformado en un hotelito de fin de semana para parejas románticas.
Gracias a su trabajo como profesora de idiomas que le permitió montar una
academia de lenguas, más una escueta herencia que recibió, tuvo el dinero para
recomprarla.
Cada año, por su cumpleaños,
recibía una planta de margaritas. Siempre con un poema de amor, siempre sin
firma. Los primeros años oía lejana la voz de Ernesto recitando la poesía, pero
poco a poco la fue olvidando, como fue olvidando su cara, su menguada estatura
y sus noes. Al principio de su ausencia cada vez que oía no o alguien le negaba
algo, se removía en ella un fuego como una pequeña mordedura de rabia entre la
tráquea y el esternón. Pero también olvidó la negación como algo irritante.
En ese momento, sentada en el
escalón contemplando lo que había sido el proyecto que se esfumó en una mañana
del mes de abril, pensó que en el fondo había sido una mujer afortunada. Luchó
por recuperar esa casa y lo había conseguido. Aunque le dolió la desaparición
de Ernesto, a la larga se había librado de vivir con un jugador. Pudo ser libre
y tener sus amores más o menos largos.
Era la primera visita que
realizaba para ver en qué estado se encontraba la casa y acordar el precio. Los
dueños, prudentes, al ver la emoción de Adela la habían dejado sola. De repente
vio con espanto que una maceta con las inevitables margaritas resaltaba en el
alfeizar de una ventana. Un frío le recorrió el espinazo. Preguntó a los dueños
quién podía haberla dejado ahí. Ellos negaron con sinceridad que no tenían idea
y para sorpresa de ellos les dijo.
—Lo siento, pero no voy a
comprar la casa —una mezcla de determinación y prisa envolvía sus palabras.
Ya en el coche intentó
recuperar la serenidad a la vez que se alejaba a toda velocidad. Al llegar a la
ciudad se fue directa a una agencia de viajes que estaba debajo de su academia
y pidió al dueño, del que era buena amiga, que le preparara la más lujosa
vuelta al mundo.
La que se largaba ahora era
ella.
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