Ya nada era como antes. Los
años pasaron para todos y para ella también. Y aun viviendo casi feliz, nada
era lo mismo. ¿Me comprende? Revoloteó una mano. A su edad ¿a quién no le llegó
la incontinencia? Y cerró los ojos elevando ligeramente los hombros. Al menos
ella gozaba con el recuerdo de las noches de risas, bailes y baños en la playa
a la luz de la luna. ¡Qué noches! Y repitió el gesto, pero esta vez sonriente.
Siempre terminaban detrás de las barcas. Entonces la vida era fácil. Buscaban
el sol, la sal, y todo lo demás llegaba sin que se dieran cuenta. Amó a Carlos,
a Vicente. Quizá también a Juan, aunque de este no estaba segura. ¡Bebió tanto
en aquel tiempo! En cambio, sí recordaba el desprecio infringido por Paco. A
pesar de causarle dolor, estaba satisfecha de no haber caído. Ciertas cosas
nunca le parecieron bien y no estaba dispuesta a hacerlas por mucho que
estuviera enamorada. Sin embargo, el muy sinvergüenza desde esa noche se
dedicaba a criticarla, y según le contaron incluso se mofaba de ella. Eso, la
verdad, sí que le dolió. No estuvo bien.
Y ahora… ¡En fin, qué le iba
a contar que no supiera! Algunas dificultades por su manera de ser, pasaba. Eso
no lo iba a negar. Por ejemplo: estaba lo del sujetador. Nunca lo he utilizado.
Eso fue lo que le dijo a su compañera de habitación que con asombro contemplaba
su dificultad al abrochárselo. Claro está que ella no tenía por qué conocer que
era la primera vez. Siempre tuvo los senos fuertes. Y aunque seguían sin
gustarle, allí la obligaban. Eso sí, se negó a ponerse los de cuerpo entero. Su
cuerpo encorsetado como en la edad media. No. Por ahí no pasaba.
Un día entró a trabajar una
nueva cuidadora, Antonia, una morenita muy graciosa y bastante pícara. Poco a
poco se hizo su amiga y fue entonces cuando consiguió que le comprara unos de
colores con puntillas y encajes. El último Fin de Año le llevó uno rojo con las
braguitas a juego. ¡Cómo se rieron las dos! Y se lo puso para la cena. ¡Qué
horror de cena! Ni tan siquiera en la de Fin de Año cambiaban el menú: Sopa de
fideos y merluza hervida. La única fiesta para los que esperaron hasta las 12
campanadas, fue brindar con sidra. Los otros, casi todos, la mayoría mujeres,
aburridos, se fueron a la cama.
Su compañera de habitación,
bruja envidiosa, fue contando a unas y otras que llevaba ropa interior de
colores. Como las de las furcias, y me dicen que al pronunciar estas palabras
arruga la nariz como si oliera mal. Y que la noche de Fin de Año la llevaba
roja con puntillas bordadas con lentejuelas. Desde entonces, cada vez que su
silla de ruedas pasaba al lado de alguna de sus compañeras, estas, turbadas,
bajaban la cabeza. ¡Pobres! Le daban lástima. Aunque en el fondo le importan
bien poco sus sentimientos. Si la envidiaban, ¡qué le iba a hacer! Esta vez su
compañera de habitación, Solita, el nombre le iba perfecto: hija única,
soltera, pacata… Pues bien, Solita nunca supo el favor que le hizo. Enseguida
le cuento. Verá. Gaspare, uno de los nuevos, bien plantado con barba de dos o
tres día, y mirada de las que te hacen llevar la mano al corazón, se le acercó.
Comenzaron a charlar y congeniaron tanto y tan bien, que ahora todos los
miraban con envidia. Ya me dirá usted, si no es por envidia, por qué nos iban a
criticar tanto. A ellos no les importó.
Uno a otro, se contaron la
vida, y si bien no coincidieron en las mismas playas ni en las mismas ciudades,
vivieron algo parecido. Él desde luego, fue mucho más… Digamos que valiente.
Sin embargo a ella nunca le gustaron las mujeres. Su único vicio fueron los
hombres, rio divertida. Desde el instante en que se le acercó, se alegraban
jugando a jóvenes. Me comprende, ¿verdad? Y la mirada de la anciana se alejó,
quizá soñando pícara. De pronto se dio una palmada en el muslo. Nada era ya lo
mismo. Y levantó la mano haciendo sonar los múltiples aros plateados que le
adornaban la muñeca. Además, sus regocijos tienen el punto divertido de la
clandestinidad. ¿Qué por qué? Pues porque les daba miedo que los descubrieran.
No se puede hacer idea de cómo eran los directivos de la residencia en esos
casos. Pero ellos tienen mucho cuidado en no demostrar nada en público. Y desde
que consiguieron la ayuda de Antonia, quien les deja sin llave la puerta de la
sala de lencería, se lo pasaban bien. Lo único que empañaba su goce era un
temor: Si se enteraban los mandamases de la residencia, con tal de salir en los
periódicos los casan, y ninguno de los dos estaba dispuesto a perder una de las
pensiones. ¡Faltaría más!
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