Esa mañana como una de cada
siete, Marcial cerró la puerta de casa y se fue al aeropuerto. Después de
mostrar el billete, dejó el maletín en la cinta del scaner, y luego de
pasar por el arco, la recogió. Caminó durante varios minutos por la T4 y al
llegar a su puerta, se sentó a esperar la salida del avión. Cuando la señorita
se colocó en la puerta de salida, al lado del mostrador, él, como siempre
hacía, le entregó el billete. Después, atravesó el finger hasta
entrar en la aeronave. También como siempre, cada siete días, una amable
azafata con voz de cinta mecánica, le dio los buenos días, miró su billete y le
indicó: Al fondo a la derecha, en la penúltima fila.
Esa era su vida. Eso sucedía
cada siete días. Daba igual que se hubiera casado la víspera, que su mujer
estuviera a punto de dar a luz, que su hijo se encontrara enfermo... Daba
igual.
Sin ningún tipo de expresión,
colocó el maletín en el portamaletas que parecía esperarlo con la boca abierta,
como si quisiera tragárselo. Acomodado en el sillón, por primera vez, pensó en
que ya llevaba veinte años trabajando en aquella empresa como técnico encargado
en países extranjeros. Recordó las palabras de su hermano golpeándole la
espalda: Claro, cómo no te iban a dar ese trabajo. ¡Si hablas seis idiomas! Al
parecer él le daba más importancia a que supiera seis idiomas que al hecho de
aprenderlos. ¿No querrías que también te dieran un empleo de ingeniero?,
continuó con una sonrisa sarcástica. Pero es que él era casi ingeniero, hubiera
querido contestarle, pero no se atrevió a hacerlo.
Por aquel entonces eran malos
tiempos para su familia. Su padre había fallecido en un accidente de coche, y
su madre sólo sabía llevar la casa. Todo esto le obligó a buscar un trabajo sin
haber terminado los estudios. La empresa era buena y grande, le dijo el amigo
de la familia que se lo facilitó, y cuando termines la carrera podrás cambiar
de puesto.
Y él entró a trabajar
contento. Al principio, conocer otros países, gentes de manera de ser
diferente, con otras costumbres, otras culturas, le emocionó. Sin embargo,
pronto se dio cuenta de que no tenía tiempo para nada. No podía salir con sus
compañeros de universidad, los estudios se fueron quedando atrás y su carrera
sin terminar. Qué envidia sintió cuando vio a su hermano recoger su diploma de
médico. Ahora era su momento, decidió. Su hermano podía ayudar a su madre y él
continuar con sus estudios. Pero el país seguía mal y su hermano se fue a
trabajar a Inglaterra donde le pagaban muy bien. Te ayudaré, le dijo
golpeándole de nuevo la espalda. Pero al principio con los gastos de instalarse
no pudo hacerlo, y después se enamoró de una linda enfermera inglesa con la que
pudo tener la nacionalidad y optar a puestos mejores. Nunca volvió a hablar de
ayudarlo.
Una noche al entrar en casa,
su madre lo esperaba en el comedor con la cena preparada. Como siempre, su
horrorosa sopa de verduras, la exquisita merluza hervida con mahonesa, y el
jugoso flan. Sin embargo, ese día además de ella, sentada a la mesa estaba una
joven que al verlo bajó los ojos avergonzada. Conchita, así se llamaba, era
maestra. También era muy guapa, algo apocada y preparaba oposiciones para
trabajar en un colegio. Te conviene, le susurró su madre. Pronto tendrá un
puesto fijo. Es educada, y no está acostumbrada a lujos ni a zascandilear por
ahí. Tampoco tendrías que buscar casa, porque si os quedáis a vivir conmigo, yo
podría echaros una mano cuando tengáis hijos. Así los dos podréis ir a trabajar
tranquilos. Y por lo poco que habló con ella durante la cena, le pareció
simpática.
Casi no se conocían cuando,
aprovechando unas vacaciones, se casó con ella. Eso sí, tuvo que suspender el
viaje de novios y salir al día siguiente para la India. Había que resolver un
problema de manera urgente. Su matrimonio transcurría tranquilo, sin problemas
ni emociones. Él de viaje y ella estudiando. Al fin Conchita sacó partido a sus
soledades y no mucho después, aprobó las oposiciones. El día que juró su cargo,
él había tenido que viajar con urgencia a Brasil. Y eso que había avisado que
quería quedarse con su mujer. Daba igual. Tuvieron un hijo, luego otro, y más
tarde el tercero. Y tal como ella predijo, su madre los cuidaba con esmero y
cariño. Cuando llegaron los dos primeros, él se encontraba en Colombia, y con
el tercero estuvo de milagro: del paritorio tuvo que salir para Canadá. No
muchos años más tarde falleció su madre. De un infarto. Se enteró cuando llegó
cuatro días después de haberla enterrado. Conchita, siempre tan servicial,
sabiendo de su imposibilidad de llegar a tiempo desde China, no le dijo nada.
Tampoco sabía dónde buscarte, le comentó llorando a lágrima viva. A partir de
entonces, el papel de su madre lo ocupó la de Conchita, que hacía poco también
se había quedado viuda. Era una mujer amable, cariñosa. Él apenas notó la
diferencia.
Los ruidos de los motores le
hicieron volver a la realidad. Giró la cabeza hacia la ventanilla. Vio pasar
los edificios del aeropuerto, después los campos. Percibió que se elevaba, que
dejaba el cielo azul y que entraba en la oscuridad de la noche. Ya daba igual,
pensó. Apoyó la cabeza en el respaldo e intentó dormir.
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