El más feliz de mis días estaba por
llegar. Comenzaba el instituto. Irrumpí en el aula conversando con mis amigas
de siempre. El pupitre a fuerza de rayas parecía que tenía dibujos geométricos.
Apareció el maestro, el que nos iba a dar clases de Literatura. Fue como si el cielo se desplomara. Sentí un escalofrío y me vino a la mente esa escritora mejicana, sí la tal Ángeles Mastretta, la que escribió Mujeres de ojos grandes, porque nada más verle me enamoré como siempre se enamoran las mujeres inteligentes: como una idiota.
Había tal belleza en su voz que supe que a mi vida
había llegado la primavera a pesar de ser septiembre. Aquellas manos anunciaban
caricias, aquellos ojos eran buganvilias asomando en los jardines, aquella boca
tenía que saber al alioli que hacía mi madre.
Se lo comenté a mi primera mejor amiga, estábamos
juntas desde párvulos y era muy espabilada. Me aconsejó que lo mirase como si
estuviera afligida, que la elegancia de la tristeza era insuperable para comenzar
una enriquecedora conversación.
Con aquel profesor no me dio resultado, pero con el
chico que entró detrás, pidiendo permiso para entregarle la mochila a su
hermana, mi amiga, que se la había dejado olvidada en el pasillo, fue
espectacular. Tanto que, al pasar los años, me casé con él. Y después de dos
hijos y tres nietos, aún hoy, cuando dejo caer esa mirada, él sonríe…, y juntos
sentimos las olas rompiendo en aquel espigón donde compartimos nuestro primer
beso.
© Marieta Alonso Más
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