sábado, 13 de enero de 2024

Malena Teigeiro: Las almas del peral

 



En la huerta de la casa de mi abuelo, un hombre fuerte, alto, y con gran dignidad de mando, había un peral. El árbol delgado, pequeño y más bien enclenque, cada año daba cuatro maravillosas y decían que riquísimas peras. Los frutos eran grandes, verdes en principio, y amarillos, casi como el oro, después. Nadie comprendía cómo aquellas ramas que más parecían los retorcidos sarmientos de una vid seca, podían sostener peras de aquel tamaño. Tanto era así, que todos los años tenían que colocar alrededor del árbol unos palos clavados en el suelo para impedir que aquel frágil peral se tronchara.

La simbiosis entre mi abuelo y el peral era tanta, que todos los días leía el periódico sentado debajo del árbol. Era muy curioso ver la imagen de aquel venerable anciano. Allí sentado, las veía crecer igual que si fueran seres de su propia familia. Un día me dijo que aquel peral era el hijo de uno que había en la casa de sus padres, en el bellísimo pueblecito marinero de Ceé. Al parecer había recogido el esqueje, y después de hacerlo crecer en un tiesto, lo había plantado en el jardín. Según me contó, la razón de que el árbol solo diera cuatro peras, era porque cuatro eran las almas de su desaparecida familia. O sea, el de sus padres y sus dos hermanos. ¡Hace tanto que han fallecido! Y sin dejar de mirarlas, un suspiro muy profundo le salía de su pecho.

Cuando ya estaban muy maduras e iban a caerse de las ramas, él no permitía que su último lugar fuera el suelo. No. A modo de copa, ponía sus manos para recogerlas en su caída. Después, con el mimo del que lleva al bebé a la cuna, las dejaba en una bandeja. Día a día, las adoraba. Al comenzar a pudrirse, entonces iba a cementerio para dejarlas en el suelo, delante del panteón familiar.

Un año, y sin que nadie supiera la razón, primero desapareció una, a los pocos días otra, y así hasta las cuatro. Hubo quien habló de que a los espíritus de su familia les aburría aquel trasiego que don José se traía con las peras. Otros dijeron que esos mismos espíritus, recordando el sabor de tan delicioso fruto, venían a llevárselos por las noches. Sin embargo, él no creía ni lo uno ni lo otro. Tenía la certeza de que alguien se las había robado.

En la siguiente primavera, cuando aparecieron las primeras flores, blancas como la nieve y con sus preciosos pistilos muy amarillos, el abuelo reunió a la familia y a todo el personal de la finca al pie del escuchimizado peral.

—Al primero que arranque una pera, lo pongo en la calle —aquella voz resonó en el jardín como un trueno. Al menos a mí, así me lo pareció.

Y después de dejarnos, sobre todo a mis hermanos y a mí, temblando con aquellas once palabras, pidió a don Tomás, su secretario, que le trajeran la butaca de mimbre y el sombrero de paja. Luego, como siempre, se sentó debajo del canijo árbol a leer el periódico. Y como siempre también, las escasas ramas parecían acariciarle el sombrero.

Así fueron pasando los días, en los que mientras las peras iban creciendo con la dignidad de princesas herederas, él continuaba leyendo debajo de las ramas que las sostenían. Y cuando ya al caer la tarde iba a retirarse, una a una, las cogía entre los dedos y parecía acariciarlas.

Una mañana me despertaron los gritos de don Tomás. Más que gritos, eran alaridos de dolor y pena. Desde una silla colocada debajo del árbol, alguien se había comido dos peras. Eso sí, había dejado los carozos colgando de sus rabitos en las ramas.

Se reunió el cónclave familiar y de empleados de la finca. Nosotros, sus nietos, estábamos en primera fila, casi dormidos. Mi hermano, el tercero de los ocho, parecía más despierto que nadie. Y eso era raro en él, quizá el más dormilón de todos. Cuando el abuelo llegó al pie del árbol, que era donde nos habían reunido, mi hermano levantó la mano. Sin esperar a que le dieran permiso, con su entonces voz de pito dijo: Antes de que comiences a hablar, abuelo, debo decirte algo. Todos lo miraban expectantes. Él, con la tranquilidad del justo, continuó. Que se quedara tranquilo. No era cierto que en las peras vivieran las almas de sus antepasados. Se había pasado tres noches escondido cerca del peral. Ni tan siquiera en esa hora crepuscular en la que las almas de los difuntos se retiran a pasar el día en sus tumbas, había visto una. Y eso que él las había llamado por su nombre: Doña Mariana, había gritado colocando la mano a modo de bocina, don Jacinto, continuó. Luego llamó a Luisito y a Pepín, que tampoco aparecieron. La última vez que estuvo de guardián fue anoche. Y nada. Cuando ya hambriento decidió ir a dormir un poco, recordó que él nunca había dicho que estuviera prohibido comerse las peras. Acercó la silla, y poniendo buen cuidado en no arrancarlas, se había tragado dos.

—Por cierto, abuelo. Habría que plantar más perales como ese. Nunca he comido nada tan rico.

© Malena Teigeiro

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