Llevaba dos días sin salir de la
cama. Algo me dijo que había llegado el momento de contarle a alguien cómo me
encontraba e hice el esfuerzo incluso de vestirme y maquillarme para que alguno
de los trabajadores de la casa me llevase hasta allí. Nadie me puso objeción,
como era habitual, mucho menos la persona a la que necesitaba ver. Siempre
había sido amable conmigo y me había ayudado con todos mis problemas.
Con el gorro bien calado y las
manos en los bolsillos del chaquetón azulado bajé del coche, di las gracias y
entré en la cafetería donde habíamos quedado. Él, con su escaso cabello canoso
y sus ojos ocultos por gafas de media luna, ya estaba esperándome con un café
para cada uno y la sonrisa de siempre. Nos saludamos con la cordialidad
habitual y nos pusimos al día brevemente. Tampoco había demasiado más que
aclarar antes de ir a la raíz de todo, que era lo que me había llegado hasta
allí. Me animó con un gesto y me observó mientras le explicaba.
— Últimamente tengo
sentimientos encontrados en prácticamente todo lo que emprendo. Por un lado, me
da la sensación que no hago nada y por otro, es que no tengo ganas de hacer ni
una sola cosa. Supongo que a todos nos pasa en algún momento. Sin embargo, es
un círculo del que, ahora mismo, no me veo capaz de salir. Estoy exhausta y
todos mis esfuerzos se basan en salir de la cama de tanto en tanto.
Las palabras salieron de mi boca como
disparadas y él las recibió con el mismo estoicismo al que me tenía
acostumbrada, o eso quise pensar porque él no dijo nada durante un momento.
Rodeó el café con las manos y luego se tocó la barbilla. Pero por alguna razón,
y varios intentos infructuosos, siguió callado. Quizás se había percatado de
algo que yo no había tenido presente, ¿era posible que sufriese de alguna
dolencia más allá de mi habitual ansiedad?
— Puedes decírmelo,
podré con ello.
— Quizás seamos los
demás los que no podamos.
— ¿A qué te refieres?
— A que eres la diosa
del amor y la fertilidad. Si tú no puedes hacer lo que habitualmente haces, la
humanidad no tiene futuro posible.
Alcé las cejas y asentí. Él me tomó la mano y
asintió, afectuoso como solía ser. Yo di cuenta que había quedado como una
tonta, una que no tenía muy claro qué decir.
— También soy…
— … la diosa de la
guerra — terminó él y yo volví a asentir.
Estar tanto tiempo rodeada de seres humanos había acabado por hacer que me
creyese uno de ellos. Axel[1]
siempre sabía dónde debía tener la cabeza y por eso era mi mejor amigo desde
hacía años. Era una pena que él fuera mortal y no pudiera ser el hacha donde
apoyarme para siempre.
Apreté su mano un poco más y le di un
afectuoso cachete en la mejilla. Sus ojos azules se encendieron y me levanté.
Al parecer la diosa Freyja no se podía
permitir ciertas licencias.
© MJ Pérez
[1] Axel es un nombre nórdico de origen escandinavo,
significa «hacha de guerra».
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